Con gran parte de mis amigas me reúno cada mucho tiempo.
Me encantaría decir que cada mes, cada dos semanas; incluso me conformaría con encontrarnos cada verano o en alguna noche de la novena navideña de diciembre, pero no. Nosotras nos vemos, básicamente, cuando podemos. Y eso no es muy seguido porque estamos todas desperdigadas por el mundo (esto ya lo dije acá).
En algún momento nuestro contacto era diario y el tiempo parecía tener una velocidad distinta. Vivíamos sin apuro, nos reíamos hasta quedar atoradas, trabajábamos menos y viajábamos más. O esa es la fantasía que hoy tengo sobre un pasado lleno de rostros que ahora me acompañan de lejos; la fantasía que veo en las fotos en donde todas tenemos unos cuántos kilos menos y un gusto cuestionable para vestirnos… digamos que siempre es raro ver la moda de hace 20 años cuando esos 20 años parece que fueron ayer.
Sin embargo, no importa el tiempo que pase, las veo y parece que estuvimos juntas ayer. Sin reproches ni cuestionamientos, porque nos miramos igual, nos queremos incluso más, nos aceptamos con todos los pequeños defectos que empiezan a convertirse en mañas y no necesitamos más de dos minutos para volver a conectar como siempre.
Hace más de dos meses que dejé de publicar en Substack, porque me pasó el trabajo y la vida por encima. Mis mañanas de jueves, reservadas desde hace más de un año para escribir, fueron reemplazadas mayormente por un tsunami de cosas para resolver y desafíos que sacar adelante, y ese trabajo extra que llegó casi sin que me diera cuenta me puso frente al reto de elegir con muchísimo cuidado en dónde iba a poner mis energías en el poco tiempo libre que me quedaba. Se ve que lo veía venir, aunque jamás imaginé cómo sería.
Dejé en stand by mi regularidad en el ejercicio, mi alimentación regular (pasé de 3 comidas a 1 diaria + algún helado de chocolate de premio), casi todas mis lecturas y mi escritura (excepto en la línea diaria que escribo en uno de mis cuadernos), y prioricé el estar cerca de mi familia: visitar a T. en el hospital cuantas veces pude, llamar por teléfono a mis sobrinos, charlar con mis primas por videollamada, verme con mis amigas de Buenos Aires en alguna breve -y necesaria- caminata, y sentarme con mi hermano a ver el techo y solo existir el uno al lado del otro, cuando luego de varios años vino de visita. Al principio, pensé que esta pausa sería cuestión de una o dos semanas, pero mi pausa inesperada me tomó mucho más de lo que imaginé: 8 semanas sin una letra, sin un contacto, sin un espacio para sentarme a escribir. Confieso que un par de veces lo intenté, esbocé un par de párrafos y sentí que estaba lista, que ese jueves regresaba, pero sin apagar las notificaciones de la compu y el teléfono, ese deseo solo fue un imposible.
Hoy estoy en la Patagonia argentina, bajando el ritmo de los últimos dos meses, recuperando por fin la rutina más calma y, en este mismo instante, cumpliendo la fantasía de volver a escribir desde una casita de té de madera, rodeada de árboles dorados, ocres y rojos, de lagos con un azul profundo, y de una naturaleza que es mejor que cualquier cuento encantado. Hoy escribo desde este escenario, esperando que este reencuentro con ustedes sea al menos parecido al que es con mis amigas: que el tiempo no haya mermado la conexión, la curiosidad, el contacto; que no haya esfumado las ganas de leernos por aquí, que podamos reconectar de nuevo como si 8 semanas no hubieran pasado y que volvemos a encontrarnos cada semana con estas pequeñas historias.
Gracias por seguir por estos lados.
Con mucho cariño,
nicole
Por si quieres leer más, te dejo este texto que escribí el otoño anterior y que recordé hace un par de días:
Bentornata!
Preciosa esa Patagonia 🫶
Que toda la patagonia sienta, gracias💞