35. Canas
Su aparición (in)esperada y el momento de tomar decisiones transcendentales para las que aún no estoy preparada.
Jueves, 16h30.
Estoy a punto de salir. Voy mejorando mis tiempos, pero habrá que ver si los colectivos o los taxis están de mi lado. Yo estoy poniendo de mi parte para llegar no exactamente puntual, sino incluso 3 minutos antes de la hora pactada. Un golazo.
Estoy casi lista.
Me maquillo como lo hacía diariamente hace años y ahora lo hago solo en ocasiones especiales. Me subo en mis tacones, esos que eran lo cotidiano en mi otra vida, y me alegro de no haber perdido el equilibrio y la habilidad de esas caminatas. Aunque he perdido la solvencia, me siento segura al usarlos, pero reconozco que ya están un poco pasados de moda. Me pruebo otros pares de zapatos que se empolvan día a día en mi closet esperando ser incorporados a esta, la nueva vida, pero ninguno me queda bien, así que me resigno a ir a mi compromiso con stilettos vintage.
Me pongo aretes dorados, esos que no van con mi tipo de piel según las expertas, pero que son los que más me gustan. Me echo perfume, el que uso a diario, porque ese no tiene ocasiones especiales. Me pongo el reloj, una pulsera, el anillo que me regaló Taty hace muchos años (aquí hablo de esa historia) y, antes de abandonar el baño, me doy una última peinada.
Estupefacción.
Sorpresa, en el fondo, no sorpresiva.
Una sensación que me aplasta un poco el pecho, pero que ignoro en contra de mis pensamientos y mi razón, aunque solo puedo hacerlo durante unos pocos segundos.
Ahí están ambas. Victoriosas. Valientes.
Dos canas brillantes, largas e intensas salen de mi cabeza listas para lucirse ante todos los espectadores. Permanecen firmes y erguidas pese al calor de la plancha y, con inocultable orgullo de su llegada triunfal, buscan el más mínimo recoveco entre mi pelo y aprovechan el más remoto movimiento de mi cabeza para destacarse entre la multitud de color café que hoy empieza, de a poco, a convertirse en pasado.
Una es nueva y otra es reincidente.
Mi encuentro con esta última fue una noche cualquiera hace dos o tres meses, cuando me agarró por sorpresa mientras me secaba la cara y me veía en el espejo. Esa noche, sin tener el tiempo mínimo para pensar lo que empezaba a ocurrir y luego del grito fulminante que seguramente se escuchó en todos los edificios cercanos, la arranqué sin más, demostrando mi poder ante su llegada tan inesperada como certera. Nadie la vio, así que mientras Diego mantuviera el secreto, podíamos fingir que esto no pasó. Esa noche, luego de cometido el crimen, fui con el cuerpo del delito a mi escritorio y lo pegué con cinta scotch sobre el un pad negro como para no perderla de vista jamás, como para que no escape nunca y se quede presa y bajo mi control, sin la más mínima posibilidad de volver.
Sin embargo, un día desapareció.
Era imposible que hubiera huido sin que algún voluntario no solicitado la hubiese liberado, como estoy asumiendo que pasó. A pesar de nuestro desafortunado y caótico primer encuentro, me hacía falta tenerla cerca. Se fue cuando empezábamos a ser amigas, cuando empezaba a tenerle cariño y a asumir que, por más que la tuviera ahí presa, ella sería perfectamente capaz de volver cuando quisiera… y cuándo empezaba a pensar en qué iba a hacer el día en que eso ocurriera.
Y ese día ha llegado.
No solo volvió recargada, sino que además, trajo una amiga consigo. No solo vinieron en dupla, sino que salieron con más fuerza, porque no hay manera de peinarlas y controlarlas. Juntas permanecen como antenas parabólicas, listas y visibles ante el mundo, sin que les interese demasiado lo que yo pienso: ellas hacen muy bien su trabajo, lo que falta es que yo haga el mío.
Peleo un rato frente al espejo, tratando de ocultarlas, de enredarlas entre los otros millones de pelos que tengo, pero no se dejan. Las miro con atención, tratando de confirmar que, efectivamente, son canas, aunque con la esperanza -perdida desde el inicio- de que sea un efecto de la luz o un simple reflejo. Incluso prefiero que sea mi vista la que está fallando y me convenzo de que puede ser que yo no esté viendo bien, pero esa idea me dura unos pocos segundos porque en el fondo sé que llegaron para quedarse.
No las arranco.
Aunque aún no asumo que sean mías, igual que el dolor de rodilla y los pagos de servicios básicos, decido dejarlas. No sé si quererlas, eso me parece que sería mucho por ahora, pero decido que se queden, como para ver qué pasa. Me pongo a pensar, y mucho, en qué voy a hacer con ellas y en por qué causan tanto revuelo. Me pregunto si esto les habrá pasado a mis amigas. Me pregunto si las que no tienen canas será porque no las tienen o porque las arrancan. También me pongo a pensar en las canas del Diego, esas que tiene en el pelo y en la barba desde hace años y que a él jamás le resultaron una preocupación. Me pongo a pensar en por qué es tan fuerte, sobre todo para las mujeres, esta lucha contra el paso normal del tiempo del que las canas son un símbolo; esta lucha que parece que debo emprender desde ahora y que no sé si es una batalla quiero realmente quiero dar.
Todavía no lo sé.
Me hago la superada y la reflexiva, pero la realidad es que quisiera no envejecer y hubiese preferido no tener nunca canas ni arrugas y no ponerme a pensar todas las cosas que en este momento están pasando por mi mente, pero evidentemente eso es una fantasía. Indiscutiblemente el costo de crecer no solo se ve en que de un día para otro la mamá y el papá dejan de pagar las cuentas, sino también en que, muy temprano -entiéndase a los 40 como una edad muy temprana-, hay que tomar decisiones trascendentales de cómo queremos vivir la vejez, porque hagamos lo que hagamos, es un proceso y un camino imposibles de ocultar.
Otra vez voy a llegar tarde.
La cana no se oculta y yo no la voy a arrancar. Estos dos hechos hacen que, en un instante, deje todo tirado, agarre mi cartera y vuelva a salir, no tan disparada como suelo (por esta excepción de los tacos), hacia la calle. Apenas piso la vereda alcanzo a ver el letrero de “libre” de un taxi salvador que pasa por la puerta de mi casa y me ahorra unos cuántos metros el camino hacia la avenida principal. Estoy a tiempo, pienso en mi interior. Al menos para no llegar tarde a este compromiso.
Curioso como pega diferente en hombres y mujeres. La primera vez que vi canas en mi barba mi principal preocupación era que no salieran simétricas. ¿Por qué diablos solo del lado derecho?
Ese primer encuentro con las canas es ḿuy curioso :)
Amo esta oda a las canas.