Despedida
#86 Una charla sin dramas sobre la muerte y la conversación más profunda de mi vida.
Hola, desde una cafetería cerca de mi casa.
Hoy va a hacer calor. Mucho calor. Sin embargo, Buenos Aires en verano es especialmente maravillosa, incluso cuando la humedad no te deja caminar ni un metro sin sentir que transpiraste por completo. En verano el tránsito es amigable, tienes asientos libres en todos los colectivos, los parques están abarrotados de gente que aprovecha hasta el último rayo de luz del día, no tienes que hacer fila de más de dos personas para casi nada y casi todos los problemas y pendientes se vuelven a analizar en marzo. Buenos Aires, en verano, te da una tregua. Una tregua para lo que necesites.
A mí esa tregua me sirve para pensar. O para sobrepensar. Y en estos días he estado sobre pensando mucho, muchísimo, en la muerte.
La semana pasada fui a visitar a T. al hospital. Lleva internada varias semanas, resistiendo no solo el verano implacable desde su cama, sino todos los desafíos que aún en este último trayecto la vida le presenta. Cada vez que puede, sonríe, aunque el escenario no esté para sonreír, o, mejor dicho, aunque yo en ese escenario no estaría sonriendo. Está esperando su partida, y lo sabe. Yo también lo sé.
Le agarro la mano y le acaricio el pelo delicado y fino que esconde su color rubio platinado original bajo el tinte morado, el último que eligió para su cabello antes de internarse. Abre sus ojos azules y me habla con ellos. Entiendo lo que quiero entender, lo que quiero pensar que me dice, y le contesto. Le digo que no se preocupe, que vamos a estar bien y que voy a terminar nuestro libro. Le soy sincera, como nunca: no sé cuándo retome esa escritura, pero tiene mi palabra de que lo haré. Sonríe de nuevo y, ese día, habla.
Me pide que no esté triste cuando se vaya. Me impacta un poco hablar directamente del tema, pero disimulo bien y decido responderle en el mismo tono en el que ella usa en sus palabras que salen, una a una y muy despacio, de su boca. Es un tono tranquilo, relajado, incluso cotidiano. Me habla de su muerte como si me estuviera hablando de uno de sus nuevos tejidos, esos a los que le dedicó tanto tiempo en los últimos años, con una tranquilidad inusual para abordar el tema, pero es que ella siempre, siempre fue inusual.
Le digo que estaré triste, pero también le digo que estaré bien. Me animo a ir un poco más allá, a ese terreno de lo políticamente incorrecto, a ese en el que no le pido que no hable de su partida -porque de la muerte no se habla para que no exista- y a ese que no le dice que se va a recuperar y que todo va a estar bien, porque sé que no siempre todo está bien, porque sé que así es la vida. Me atrevo, entonces, a hablar de la muerte, de su muerte, tratando de quitarle el drama para poder estar a su altura: sin llorar, sin aferrarme, sin pedirle que se quede y escuchando lo que ella quiere, lo que necesita decirme, sin importar el esfuerzo que tenga que hacer.
Me pide que si estoy triste, no sea por mucho tiempo. Me dice que ya tiene ganas de irse y que no sabe por qué sigue aquí. Yo no sé qué contestarle. Dice, lentamente, pero con una seguridad implacable, que tiene muchas ganas de encontrarse con sus hijos, los que se fueron antes. Le pregunto si está feliz de verles. Vuelve a hablarme con los ojos que se transforman, de pronto, en dos pepas grandes y saltonas que me recriminan el hecho de preguntar lo obvio, y completa el momento con un “seeeee”, largo y seguro. Sonrío.
Qué más quieres hacer cuando les veas, le pregunto, y sigo sin entender cómo estamos entrando ambas en ese espacio en el que casi nunca nadie quiere entrar. En el que nunca he entrado sin tener los ojos repletos de lágrimas y el pecho oprimido. Quiero ver a mi mami y a mi papi, me dice. Por fin me voy a encontrar con ellos. A mi me da mucha ternura ver a una persona de su edad anhelando a su mamá y a su papá, y me doy cuenta, una vez más, que hay cosas para las que siempre seremos chicas, no importa cuántos noventis tengamos. Le pregunto qué es lo primero que les va a decir. Me dice que no sabe, que todavía no ha pensado en eso, pero que lo hará.
Le pregunto, entonces, por los que supongo serán sus demás encuentros: los hermanos, los abuelos, las abuelas. Me mira entusiasmada. Es que ella nunca pierde el entusiasmo, ni en los peores momentos. Ella es una sobreviviente y se aferra a los milímetros, a las gotas que queden de esperanza, en la circunstancia que sea. Es una especialista en ver el vaso medio lleno. Y hoy lo ve lleno, incluso cuando muchos lo empezamos a ver cada vez más vacío.
Le digo que yo los conozco a todos, que ella me mostró fotos y me compartió sus recuerdos, esos que van a estar en el libro. “Post mortem”, me dice, sonríe de nuevo y a mi algo se me achica por dentro. Le pido que les salude de mi parte, y que le diga a su tía Vera, de quien tanto me ha hablado y a quien tanto quiso, que me hubiese encantado conocerla, que quizá nos encontremos más adelante. Me promete que lo hará y siento que el entusiasmo empieza a transformarse en ilusión: la ilusión de lo nuevo luego de tanto que ha sido vivido, aunque ese principio suyo implique un final para quienes nos quedamos un rato más por aquí.
Se queda dormida y yo me quedo pensativa. Le suelto la mano y luego de unos minutos me voy.
Camino lentamente por las calles del Buenos Aires que le acogieron hace más de 50 años, mientras imagino el encuentro con su familia que jamás pisó este país y también siento ilusión. Sonrío mientras recreo la escena en mi cabeza y le prometo, en mis pensamientos, que cuando se vaya mi tristeza, estará inundaba de nuestras charlas, nuestros encuentros, nuestro cariño. Y que seguro, en algún momento, nosotras también nos volveremos a encontrar. Por el momento aquí nos seguimos tomando de la mano, en medio del calor sofocante de Buenos Aires que siempre, siempre viene acompañado de mucha luz.
Qué hermoso ver qué os estáis despidiendo de forma sana, de forma sanadora también. Estoy segura de que el duelo será diferente, con más paz, después de todo esto. Duele, por supuesto, duele muchísimo, pero lo que habláis ayuda. Créeme, lo veo a diario en mi trabajo en Oncología.
Abrazos enormes y mucha fuerza. No dejes de aferrar esa mano y cuidado con lo que se habla en su presencia hasta el último momento. Aunque no lo parezca, porque estén sedados o lo que sea, se oye hasta el final.
Lo dicho, abrazos ❤️❤️
Qué hermosa charla y relato, Nicole. Qué privilegio poder haberla tenido.
Hay una analogía sobre lo que le pasa a la gente a medida que van envejeciendo y sus familiares y amigos mueren, que es como que se va armando una fiesta "en el piso de arriba" y no va quedando nadie abajo. Entonces la sala de abajo se va tornando más aburrida y, lejos de tener miedo, dan ganas de ir a la de arriba. Puede ser demasiado inocente o espiritual, pero es reconfortante para el que se queda en la fiesta porque todavía pasan la música que le gusta y tiene con quién bailar.
Un abrazo.