Me encanta ver fotos.
Aún en el mundo digital lleno de imágenes efímeras, de momentos que duran segundos y desaparecen, de stories de 24 horas, conservo la ilusión de elegir, imprimir y organizar fotos, como si eso diera a los momentos un status de importancia, como si teniendo la imagen física en mis manos le estuviese dando una dosis de inmortalidad y, entonces, ese momento tuviera el poder de durar para siempre.
Mucha nostalgia, mucho romanticismo, no sé. Pero las fotos son más de lo que son -un simple papel- y dicen más de lo que dicen. Las fotos hablan por sí mismas, encierran historias y momentos. Nos recuerdan lo que fuimos, y también nos marcan el camino de lo que queremos ser. Con solo una imagen nos dicen hacia dónde ir, como si la respuesta que muchas veces buscamos desesperadamente estuviese ahí, en nuestros ojos, en nuestros gestos. En ese momento en el que fuimos extremadamente felices, o en ese en el que nos sentimos tremendamente incómodos. En ese viaje que hicimos con amigas, en esa fiesta de cumpleaños que organizó nuestra mamá cuando cumplimos dos años, o en ese detalle el día de la graduación que no habíamos recordado sino hasta sacar el álbum viejo del cajón y sentarnos, un rato, a reconocernos también en el pasado.
Las fotos no nos dejan olvidar y, además, no mienten. Quizá por eso me gustan tanto.
En los últimos días he estado sumergida en la historia de Tatiana, revisando los documentos que me entregó, escuchando las grabaciones de nuestros encuentros de los últimos dos años, leyendo mucho sobre la primera mitad del siglo XX, y reconstruyendo el contexto histórico en el que vivieron ella y su familia para comprender mejor los miles de porqués que me llegan a la cabeza. Sin embargo, sobre todo, he estado viendo fotos. Sus fotos.
Abro el pequeño y desordenado libro de historia familiar una y otra vez, y miro, en blanco y negro, esas fotos que solo he visto en los museos. Esas fotos que Lidia, la madre de Tatiana, trajo consigo al llegar a América en busca de un lugar de paz luego de atravesar dos guerras mundiales y que hoy están conmigo. Aparece el abuelo Iván, imponente, sentado en una silla de madera, con botas hasta la rodilla, un sobretodo de color claro, y me mira. Directo a los ojos. Algunas páginas después, encuentro a la tía Nadia. Es joven, debe tener 12 años. Tiene el cabello hasta el hombro y usa una diadema para sostenerlo. Está vestida de blanco y la imagen la muestra solamente del pecho para arriba. Es linda, pienso. “Nadeschda Chirokova (Nadia) 1906” dice el texto que la acompaña. Y yo deduzco que se refiere al año en el que aquella foto fue tomada. Las letras escritas a mano y en ruso, no las entiendo, ni siquiera como para ponerlas en el traductor. Avanzo un poco más y aparecen, de pronto, el abuelo Alexei, Lidia, la tía Ofelia. Aparece Tatiana junto con sus hermanos, Wladimir y Alex. Todavía me queda por descubrir si es Alex, Aleks o Aleksei. O cualquiera de ellos.
Esas fotos hablan solas.
Hablan del tiempo, del momento. De los hechos. Y yo siento, entonces, cómo esos muertos van reviviendo conmigo, como si al escribir sobre su historia, de pronto, empezaran a cobrar fuerza. Como si desempolvar tantos recuerdos y reconstruir año a año esta historia, fuese una forma de ir a golpear su tumba que está en algún lugar desconocido de Europa para invitarles a salir de un larguísimo letargo y como si, de nuevo, estuviesen cobrando vida. Toda la semana he sentido una energía muy especial en casa, una energía que me ha llevado a las lágrimas de emoción, de miedo, de nostalgia. Estoy hablando de la vida de una familia, pienso. De gente que vivió y luchó en medio de momentos muy difíciles para la humanidad. De gente que tuvo sus emociones, su felicidad, seguramente sus muchos errores, y sin duda, también sus dolores. Estoy hablando de gente que peleó en la guerra, que sintió, que perdió a sus seres amados en combate, que dejó de sentir, que sobrevivió. De gente que se despidió de sus seres queridos y nunca más, por cualquier razón, los volvió a ver.
Estoy hablando del señor grande que me mira en la foto, al que llamo “abuelo” en mis textos, y siento que me pregunta ¿quién eres, por qué me llamas abuelo y por qué me vienes a despertar luego de 100 años de haberme muerto? Siento un poco de regaño en esa pregunta y me genera un poco de vergüenza, como si fuese una niña espiando la casa ajena y como si hubiese sido descubierta mirando a través de la hendija. Lo que sigue, entonces, es llamar a mi mamá para avisarle de mi comportamiento. No me gusta nada haberme portado mal porque ya sé lo que me espera.
Intento dejar las sensaciones de lado y trato de concentrarme de nuevo en el texto. El libro tiene que estar terminado lo más pronto posible y en las próximas semanas necesito tener todo este panorama mucho más claro para los escritos que vienen. Sin embargo, no puedo dejar de escabullirme en esas fotos y pensar cómo es que hoy están en mi escritorio. En qué momento pasó que terminé teniendo toda esta información en mis manos. Cómo es que estoy escribiendo unas memorias y despertando toda una historia familiar que ya estaba enterrada.
Cómo es que sin jamás habérmelo imaginado, estoy siendo parte de esta historia.
nicole
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