Las últimas semanas han sido momentos de mucha reflexión.
Tan solo con abrir un portal de noticias, o sintonizar por un par de minutos algún noticiero, he visto una vez más la crueldad tan grande de una parte del mundo, la indiferencia no menor de otra parte de la humanidad, y los intentos -casi siempre sin resultados, pero siempre esperanzadores- de una minoría que no quiere dejar pasar lo que sucede sin gritarlo: por más que escuchen pocos, por más que parezca que su voz no hace la diferencia, por más que el curso de las vidas lejos del espacio de conflicto siga como si nada estuviese pasando, ahí están, siempre al pie del cañón.
En las últimas semanas, mis días fluctúan entre la culpa y el agradecimiento.
Pensé que la culpa era un sentimiento que tenía mucho más superado, pero se ve que no, supongo que estará en mi ADN. Y no se quita con un “no te sientas culpable”, porque va más profundo que eso. No puedo evitar sentirla cuando en mis momentos de placer se me cruza una imagen grotesca y dolorosa, llena de llantos y miedos; cuando recuerdo a la gente corriendo detrás de un pedazo de pan en Gaza, cuando veo bombas caer como en un videojuego (así de irreal me parece) y mi vida sigue su curso, literalmente, como si nada estuviera pasando.
Y es real: en mi vida, hoy, nada de eso está pasando.
Tengo comida, una cama caliente, un trabajo y muchos momentos cotidianos de placer que hoy tienen un lugar muy relevante para mí: mis libros, las charlas con mis amigas, mi clase de cerámica, un tablero de Pinterest con la casa de mis sueños y momentos como este, en el que mientras el mundo corre, yo puedo sentarme a escribir.
Entonces llega con fuerza el agradecimiento.
Un gracias por esta vida tan simple que me resulta perfecta. Porque sigo dando por sentado eso cotidiano que sostiene: el amor de mi familia -lleno de defectos, pero amor al fin-, la hermandad con mis amigas, las pequeñas rutinas diarias llenas de microdecisiones que aunque parecen irrelevantes, son, en realidad, todo un privilegio: qué quiero comer, a dónde quiero ir, qué quiero soñar, que voy a leer todo el fin de semana. Un gracias porque aunque sigo llena de miedos, ninguno pone en riesgo mi vida, y un gracias porque, aunque apenas soluciono un problema y me aparece otro como por arte de magia, esos problemas no son más que la vida.
En medio de estas culpas y agradecimientos, pienso también en lo contradictorio del mundo.
En todo lo que es al mismo tiempo, dependiendo de dónde estés y de todo aquello que te ha tocado vivir sin que puedas decidirlo. Pienso en su belleza infinita, esa que te deja sin aliento más de una vez, y en la atrocidad sin sentido de la que todos somos capaces. Pienso en lo hermoso de lo cotidiano, algo a lo que nunca le presté atención en la vida y que hoy, en mis cuarentas, es lo más lindo que tengo: mi tiempo y mi calma; sin embargo, también pienso en que cómo es posible que miles de personas no tengan ni siquiera la posibilidad de soñar con un día a día más llevadero.
Supongo que es el mundo, y así hay que vivirlo.
Supongo que, individualmente, todo esto que pasa nos toca de una u otra manera. Quiero pensar que aunque mayoritariamente no somos parte de esa excepción que da la vida por la causa, le damos aunque sea un espacio de reflexión, otro de oración y otro de aprendizaje a todo eso tan triste y abrumador que sucede. Deseo que todo esto que está pasando no sea en vano. Deseo que, de alguna manera, nos toque el alma: para pensar, para mirar alrededor, para valorar lo que nos rodea. Deseo que no seamos del todo indiferentes frente al sufrimiento de los demás, que podamos practicar un poco más la compasión, y que un día no sean necesarios estos recordatorios tan dolorosos que agitan al mundo, aunque eso, en realidad, por el momento no sea solo una utopía.
Nicole, qué necesario este texto. Cuánta honestidad en esa mezcla de culpa y gratitud, de conciencia y ternura. A veces parece que solo podemos habitar un sentimiento a la vez, pero tú has logrado nombrar esa tensión constante entre el privilegio de lo cotidiano y el dolor del mundo. Me conmueve cómo lo cuentas, sin buscar respuestas simples, sin ocultar lo incómodo. Leer esto también es un recordatorio: que estar bien no implica indiferencia, que agradecer no excluye dolerse. Gracias por escribirlo así, sin adornos, con el alma en las manos. Ojalá nunca perdamos esa capacidad de mirar alrededor, incluso cuando duele.
Culpa, agradecimiento, contradicción. Hermosa y atinada reflexión, Nicole. Un abrazo.