Cada vez que salgo de la ciudad (o sea casi nunca desde que vivo en Buenos Aires), me pregunto si sería capaz, de verdad, de vivir en el campo.
El fin de semana, contra todo pronóstico, logramos alquilar el último auto disponible en toda capital, luego de más de 5 intentos tanto de rentar un auto como de entender cómo es posible que se terminen. Superado este reto (gracias, Marce), agarramos la Ruta 195, camino a Pipinas, en la Provincia de Buenos Aires. Nunca había escuchado de ese pueblito, pero con la info que Matías, el bello amigo y host de este viaje, me dio, me pude hacer una idea: 900 habitantes, 1 solo bodegón, 1 solo supermercado que cierra los sábados a las 13h00 y ni una sola farmacia (esta última parte me fue difícil superar).
Llegamos el sábado con el tiempo suficiente para comer antes de quedarnos sin provisiones durante el domingo. Recorrimos, de nuevo, esos inmensos campos argentinos que cuando estoy enfrascada en medio de la -hermosa- selva de cemento de Palermo, se me olvida que existen. Me maravillo con esas extensiones inmensas de tierra que parece que no terminan, con los cantos de los pájaros que se sienten mucho más puros, con el aire más limpio, con el cielo más claro, con las estrellas más nítidas, con el tiempo que pasa, definitivamente, más lento.
Caminamos, sin prisa y en la más absoluta soledad, por un sendero de tierra. Sin señal de celular, sin alumbrado público, sin nada que se viera a la redonda excepto dos estancias que eran apenas un punto rojo muy lejano, uno que se veía rozando el horizonte, y pausamos. Todos pausamos. Me había llevado la compu para trabajar en lo pendiente, para escribir un poco; sin embargo, el ritmo del campo es otro, uno sin prisas, sin presiones, sin ansiedades, sin competencias, sin carreras inútiles, así que ni siquiera la prendí. El ritmo del campo es suyo propio, y allí no caben las necesidades de la ciudad. Y así decidí vivirlo.
Salvo el miedo de que alguna araña tuviera su nido en alguna esquina del dormitorio o de que una mini serpiente estuviera escondida entre la humedad del colchón y las sábanas, no hubo nada más que me hiciera ruido, literalmente: el aire es distinto, el sonido es otro, el enfoque de la vida tiene otro sentido.
Durante esos paseos, fantaseé por momentos con tener mi propia huerta, con tener un mini taller para lijar, cortar, pintar y restaurar mis propios muebles, con leer por horas todas las tardes, sin apuros, tomando el té en una galería con vista a ese verde intenso, en escribir todas esas historias pendientes sin límite de tiempo, sin tener que compartir esas horas con el ritmo citadino, que me gusta tanto como a veces, para todos estos pequeños sueños y más slow, me limita. Fantaseé, también, con crear un taller de escritura y de lectura para la comunidad, en generar un espacio para retiros creativos, en aprender a sembrar y cultivar algún producto sin químicos, y luego distribuirlo, y luego incluir a la gente y que sea un gran proyecto comunitario. Es que cada vez que estoy rodeada de tanto verde, cada vez que el aire se siente distinto, cada vez que veo el cielo que parece infinito, ronda por mi mente la idea de irme.
Y creo que, algún día, me iré.
Me resulta tentador vivir varias vidas dentro de una sola y me gusta la idea de ir reconstruyéndome y re-conociéndome varias veces. Sin embargo, por ahora, me basta con esos hermosos fines de semana campestres que me activan las fantasías y que me hacen soñar nuevas vidas, y elijo, todavía, mi cotidianidad citadina rodeada de cafeterías, librerías y edificios. La elijo, al menos, por el momento. La elijo, al menos, en Buenos Aires. Todo lo demás aún está por escribirse.
Nos leemos el próximo jueves,
nicole
Siempre he dicho que hay algo de mágico y hasta de filosófico en el hecho de poder vivir varias vidas dentro de una misma. ¡Y podemos! Te lo aseguro. Yo he vivido en la gran ciudad (Madrid), también en una aldea de no más de 300 habitantes y ahora estoy en el «justo medio» que dirían los clásicos. Ahora vivo en un pueblo de unos 20000 habitantes, con todas las comodidades que se necesitan, pero con el campo y la playa a media hora caminando y la montaña a apenas 35 minutos en coche).
Así que te recomiendo que lo explores todo, no te dejes nada en el tintero. No hay nada como experimentar lo desconocido para poder decidir qué es lo mejor, no hay duda.
Gracias por compartir tus inquietudes, Nicole. ❤️🤗
Me pasa… en mi mente el ideal es : de noviembre a marzo en el campo o alejada con una casa más amplia: parque, pileta, verde alrededor , y de abril a octubre en la ciudad (zona norte gran Bs as) donde actualmente vivo en mi departamento . Tal vez algún día se haga posible.