Otra vez estoy sentada en el mismo café de hace tres semanas.
Me encantaría no desvariar, pero me parece que no voy a poder evitarlo. Es que tengo frente a mí 3 amigas post 80 aprendiendo inglés, con una profe sub 50 que se ríe a la par. Las amo. Quiero estar sentada en esa mesa aprendiendo sobre breakfast y el lunch. Poniéndome y sacándome los lentes con cada explicación de la teacher. Haciendo frases muy graciosas que sacan unas risas que contagian a todo el lugar, aunque ellas ni siquiera se percatan de eso. Están en su mundo, en su merienda, en su momento de practicar antes de las vacaciones.
No me puedo concentrar en otra cosa que no sean ellas.
Es imposible venir a trabajar en un café si ellas van a venir cada jueves a sentarse en la misma mesa, pedir la misma merienda y arrancar con la clase que consiste en hacer pequeñas frases que ocuparán en su próximo viaje a Europa, según dicen. Van a celebrar el cumpleaños de Mari, que va a viajar por primera vez y en compañía de sus amigas a un pueblito cerca de Londres (cuyo nombre no entiendo, pero escucho en la misma frase las palabras London, train y algo más que supongo que es el lugar y eso me basta) para conocer el sitio en donde nació su padre, que cuando tenía 6 años vino con su familia a Argentina y jamás volvió. Esa es la historia de tantas personas en este país, y por más que la escuche tanto y sea incluso común, no deja de aflorar dentro de mí, mi sentimiento preferido: la nostalgia.
Por más que intento, no puedo dejar de escucharlas.
Poso mis ojos fijamente en la pantalla, tecleo lo más rápido posible estas palabras, y me encargo de que ninguna de las cuatro sospeche que, en realidad, soy la quinta de su conversación, que mi mirada está aquí, pero mis orejas están más paradas que nunca descifrando, a dos metros de distancia, toda la charla.
De vez en cuando, miro de reojo a la mesa y trato de ubicar una a una a todas las amigas. Luego de algunos minutos, lo logro: Mari es la de sweater amarillo, Lucy (que no sé si es Lucía o Lucila) es la que tiene un polerón rojo y delgadito y la última, a la que le dicen Cuqui, usa una blusa blanca con un pañuelo rojo atado al cuello. La que resta es la profe, y, para toda la mesa y para estos fines, se llama Profe.
Me muerdo la lengua para no opinar, para no levantarme, arrastrar mi silla y sentarme junto a ellas. Tienen cara y nombre, pero ahora empiezo a imaginar sus historias, su viaje. Las puedo ver llegando al pueblito cerca de London, sacando el papelito con los apuntes de la clase para pedir un taxi, para llegar al hotel, para merendar, exactamente igual que aquí, pero al otro lado del Atlántico.
Como es obvio, pienso en mi abuela. En todas las preguntas que no le hice, en todas las historias que seguramente no contó. En todas las amigas que quizá tuvo, pero con las que nunca hizo un viaje, ni tomó una clase de inglés. Nostalgia de lo que no fue, aunque mi abuela, la protagonista de mis recuerdos en este momento, quizá ni siquiera tuvo la necesidad.
Entonces, empiezo a pensar en mis amigas.
En las mesas de hoy, en las reuniones por teams, en el trabajo que compartimos, en los desahogos familiares en medio de la discusión de la estrategia de marketing, en los viajes pendientes que quizá tengan que postergarse hasta los 80 cuando, sin otras obligaciones más que cumplir los sueños pendientes, nos juntemos en alguna cafetería (quien sabe si la cafetería sea mía), a aprender algún idioma antes de irnos a cumplir, juntas, algún sueño pendiente en algún lugar del mundo.
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Me encanto este post 🩵
Hace poco me contagié de la risa de dos amigas +60 en el colectivo. Y a mis 40 ya tengo amigas de esa edad. Posta, es diversión asegurada.