No sé si creo en Dios todos los días, pero sí sé que necesito creer en él en momentos como estos. Y con eso me basta.
Estoy sentada en el café de mi barrio, con un ice latte que recibe el verano, y lo miro. Tendrá.. ¿13? ¿15 años? Es un niño. Lleva sobre su hombro derecho un cajón de madera lleno de plantas y las ofrece, una a una, a todas las mesas de la vereda. Yo lo miro desde adentro, desde mi mesa al fondo, pero con la vista clara a todos los ventanales del lugar.
Tiene un pantalón rojo, una campera deportiva color naranja intenso y zapatos blancos de deporte. Camina, con la mano sobre la cadera, como para ayudar a soportar el peso del cajón encima suyo. Lleva lavandas, margaritas, helechos. Todas le acompañan en el trayecto, esperando que alguna encuentre un nuevo hogar y él encuentre unos cuantos pesos para llevar a casa.
No quiero seguir pensando en nada más porque sé que tiendo a romantizar todo y puedo, en dos segundos, imaginarme -y dar por hecha- toda la santa historia de su vida, creérmela como verdad absoluta, sufrir por la injusticia del mundo unos 3 días seguidos y pasarla mal al pensar en por qué un chico de esa edad tiene que estar, en primer lugar, trabajando, y en segundo lugar, con tanto esfuerzo físico de por medio.
Así que aquí la dejo.
Igual la estoy pasando mal en este momento por todo lo anterior, pero créanme: puede ser peor. Si algo soy, es una máquina de visualizar historias dramáticas y finales trágicos, así que no me alimento más por mi propia salud mental y la del Diego que es quien tiene que escuchar mi cantaleta, mis cuestionamientos y todo lo que me pasa cuando veo y vivo una situación así.
Lo miro alejarse.
Tengo el impulso de salir a comprar una planta, de correr hacia él y de regresar cargando un helecho para ponerlo al lado de mi café y luego llevarlo a mi balcón. Estoy clara de que eso no cambiará su situación, ni la mía: él seguirá trabajando en las circunstancias que sean -en el mejor de los casos porque siempre puede elegir un camino más fácil y más rentable que caminar con 20 kilos en la espalda y no vender casi nada- y yo seguiré sintiéndome llena de culpa y tristeza cada vez que vea -más seguido de lo que quiero- a alguna persona en una situación similar. Y preguntándome por qué. El eterno cuestionamiento sin respuesta.
No le compro la planta y me arrepiento.
No me consuela saber que eso no hubiera cambiado su situación. Me da mucha tristeza no haber hecho nada. Está ahora a 40 o 50 metros de mi mesa, camina a paso rápido. Cruzó con mucha destreza y equilibrio las dos calles y el boulevard, y ahora se aleja en dirección a Av. Libertador. Quién sabe por dónde queda su casa, quién sabe a qué hora va a llegar hoy. ¿Estudiará? ¿Vivirá con su familia? ¿Trabajará en otra cosa? ¿De dónde sacará las plantas? ¿Le resultará rentable? ¿Alguien le comprará esas lavandas?
Basta, necesito parar.
Y para parar, antes de que una honda culpa -que ya sé que no debería existir, pero existe y me carcome- me invada el pecho, pienso en Dios. Ahí es cuando él aparece en mi vida. Le hablo mentalmente, le pido que le ayude, que no le pierda de vista.
Me enojo.
Le digo que se haga cargo de esas circunstancias, que me enseñe cuál es el aprendizaje de todo esto que veo con tanta frecuencia. Pienso en Dios y le hablo mentalmente para no parecer una loca sentada en la cafetería, pero, por dentro, estoy casi gritando. Le tiro un poco la responsabilidad de eso injusto que estoy viendo y eso me libera un poco. Culpar a otros para liberarnos no es lo más sano, pero es lo más efectivo en situaciones emocionales extremas. Ya me dirán, quienes tengan otra visión religiosa, que esto no es culpa de Dios, que es el libre albedrío, que somos los humanos, que es el mundo, que es el capitalismo.
Y, aunque es probable que sea así, en ese momento a mi no me importa ninguna de esas respuestas.
A mi solo me sirve pensar que si él que es Dios no lo puede evitar, quien soy yo, una humana cualquiera -encima pecadora, encima areligiosa, encima ex católica- para poder hacerlo. Sin embargo, luego de reclamarle, le pido, con toda la fe que resucita mágicamente en ese momento, que ese chico pueda vender todas sus plantas hoy. Bajo el tono mental y, como una niña que promete que se va a portar bien la próxima vez, le pido que por favor no le duela tanto la espalda. Que llegue bien a su casa. Que, a pesar de que ha elegido el camino difícil para sus circunstancias, se mantenga ahí. Que en su vida tenga más oportunidades. Que me diga qué puedo hacer yo para ayudar en algo. Que me quite esta culpa que me da tan fuerte.
Le pido eso y también le pido perdón por hablarle mal, porque, sinceramente, tengo miedo de que me castigue ignorando mis peticiones y que quien cargue con las consecuencias sea el chico. Sin embargo, hablar con él me calma un poco. Me dice, a mí misma, que lo he dejado en mejores manos. Que confíe. Que es todo lo que puedo hacer desde mi mesa: tener fe y pedir por él.
Y confiar en que Dios existe y es bueno, mucho más bueno de lo que a veces parece.
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Me he sentido muy identificada con tu escrito, no sólo en relación a lo que mencionas de creer en Dios y hablarle y pedirle en ciertos momentos sino por las sensaciones que describes ante la situación del muchacho, porque yo también soy así y en un momento me imagino la vida trágica y desdichada de una persona y me siento mal y sufro por lo que veo. Y en esos momentos recurro a Dios, siempre con plegarias de ayuda por otra persona, porque necesito que sepa que no le pido nada para mí, pero que necesito que ayude a esa otra persona porque quizás no ha podido ver qué tiene una necesidad.
Qué dolor se siente en el corazón cuando se recurre a un ser como Dios para poder sanar algo.
A mi igual me ronda la idea de la no-existencia de Dios.
Es atractivo no creer en él (¿o ella?); pero también es sanador creer en él.
Así como tú, a veces creo y a veces no. A veces por culpa y a veces porque me conviene.