Viernes, 11h30
Cuando era chica, solía intercambiar con mis compañeras de colegio un montón de notitas del día a día. A veces eran pequeños dibujos y otras veces tenían un corazón con las iniciales de quien fuera el sujeto en cuestión de ese momento. En algunas ocasiones, cuando nos aburríamos en la clase, aprovechábamos el instante en que la profe quedaba de frente a la pizarra y de espaldas a nosotras para tirarnos pequeños papelitos de ida y vuelta con un diálogo que no podía esperar para el horario de recreo: la complicidad entre amigas se sellaba con esos minúsculos intercambios epistolares que nos hacían más compinches cada vez.
Un día, inventamos nuestro propio alfabeto.
Nos sentamos en medio del patio y, con nuestros respectivos refrigerios derramando migas y gotas por todo el papel, empezamos a idear el nuevo plan: necesitábamos un código secreto que nos protegiera en caso de que algún curioso (o algún hermano, mejor dicho) quisiera descubrir nuestros secretos. Extendimos una hoja, la más grande que pudimos conseguir, en el suelo del patio escolar y, debajo de cada letra y cada vocal, empezamos a dibujar pequeños signos y símbolos que iban a reemplazar los sonidos del español, y que nadie más que nosotras cinco podría saber.
Ese día, cada una se llevó una copia a mano de nuestro nuevo abecedario y desde entonces, fue la única manera aprobada de comunicación intragrupal.
El abecedario, lejos de desmotivarnos por la dificultad de dibujos, espacio y tiempo para escribir, nos abrió una puerta inmensa al papel. Estábamos tan entusiasmadas con nuestro alfabeto secreto que no concebíamos una forma mejor y más divertida para comunicarnos. Nos tomaba horas consultar con nuestro papel secreto qué dibujo correspondía a cada letra y nos tomaba más horas aún, traducir el montón de carillas de las largas cartas que intercambiábamos casi a diario entre nosotras; sin embargo, con el pasar de las semanas, nos volvimos unas expertas en dibujo y traducción y éramos capaces, todas, de escribir y leer de memoria todos esos símbolos que fueron parte clave de nuestra amorosa amistad.
Han pasado muchos años desde el envío y recepción de la última carta.
Cuando terminamos el colegio, cada una tomó un rumbo diferente. Las que nos fuimos físicamente, a vivir a otra ciudad o país, estamos conectadas por un cariño inmenso y un código único de comunicación que aún hoy recordamos perfectamente, aunque en más de 20 años nos hayamos visto en ocasiones que se pueden contar con una sola mano. Las que se quedaron permanecieron más cerca, no sé si conservaron vivo nuestro espectacular invento, pero sé que aún comparten hermosos espacios juntas.
Yo aún recuerdo, confieso que con un poco de esfuerzo, cada uno de esos signos y me pregunto constantemente hasta cuando todas esas cartas podrán ser leídas. Aún ahora, muchas veces escribo cosas en mis cuadernos usando ese código secreto y me emociono cuando abro cualquier agenda y aparecen palabras construidas entre corazones, caras felices y signos de puntuación, porque en ese momento siento que, no importa los años que pasen, aquí adentro de este corazón de melón, aún vive una parte de esa niña que creó, con sus amigas, su propio universo.
Mañana viernes en el chat de suscriptores voy a compartir una foto de una carta original que me mandó una amiga hace unos meses. Si aún no estás ahí, te puedes unir por aquí ⬇️
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Que bonito recuerdo, y que ingenio.
Qué belleza esta historia! Una maravilla de amor y creatividad