Miércoles, 11h30.
Hola.
Hoy te escribo desde un café de mi barrio.
Me gusta porque conserva las ventanas y las puertas originales, esas que son de madera y que lucen mucho mejor en los techos altos, esos que se usaban antes, esos que tienen ventilación y luz propias, esos que hoy serían, mínimo, dos pisos de cualquier construcción moderna. Me gusta, además, porque tiene las sillas y las mesas de madera oscura y conserva las baldosas con el diseño que alguien pensó para que, a pesar de lo abarrotado que es, armonice perfectamente con todo. Me gusta porque al entrar siento que regreso en el tiempo y que estoy sentada en cualquiera de los cafés que hoy miro en el cine de época. Si no fuera por mi computadora, el Ipad del chico que está en la mesa contigua a la mía y la infinidad de celulares que habitan las mesas, sería un auténtico viaje en el tiempo.
Sí, este café me gusta.
Me gusta porque conserva eso tan clásico en medio de un barrio cada vez más moderno, y eso, por alguna razón, me hace sentir bien. Quizá tiene que ver con mi personalidad nostálgica por excelencia, con esa necesidad tan natural de dramatizar la vida, con esa idea romántica sobre lo que fue y ya no podrá ser. Supongo yo.
El tema es que estoy sentada en mi café, ese que se siente tan acogedor y cercano, y había extrañado mucho venir aquí. Trabajar y escribir en casa es una actividad profundamente solitaria que se torna mágica cuando meto mis cosas en una mochila y salgo a una cafetería. A mirar alrededor. A escuchar un poco las conversaciones ajenas imposibles de evitar con el tono alto y vehemente de los involucrados. A imaginar las vidas de otros, como en este momento me pasa con la mesa de las tres señoras que están diagonales a mí. A leer un libro y abstraerme de todo a pesar del ruido. Quizá por eso, que se vuelve mucho más intenso cuando le sumamos el aroma de café, es que he soñado durante tantos años con mi propia cafetería.
Antes de venir aquí, a Argentina, estuve a punto de abrir una. Llegué lejos con la idea, tan lejos, que perdí plata porque cuando me arrepentí, con muchas lágrimas en los ojos, ya había incurrido en los primeros gastos. No era el momento, pero enfrentarlo fue difícil: ante quien iba a ser mi socio, ante el banco que me había dado el crédito y ante mí misma, porque aceptar que el sueño se estaba desvaneciendo en mis manos no fue nada sencillo. Ahora, con el diario del lunes, pasan dos cosas muy claras: reafirmo que ese no era mi momento (sino no podría estar aquí sentada, y seguramente ni siquiera hubiese venido a vivir en Argentina) y reafirmo que ese sigue siendo uno de mis sueños. No sé si está en mi vida para ser cumplido, o solamente para ser soñado, pero está. Y mientras existe, soy una fiel fan de las cafeterías como espacios de conexión, de relaciones, de momentos, de experiencias. Y es maravilloso que en Buenos Aires esa es el alma de los cafés: nadie te pide que te vayas, nadie te presiona para que consumas más de lo que puedes o quieres, nadie concibe estos espacios solamente como un lugar de transacción de bebidas y comidas, sino que son sitios de relaciones, de experiencias, de charlas interminables, de llantos, de encuentros, y también de rituales, como el del señor que está dos mesas detrás de mí y que viene, todos los días a las 11h00 a tomar un espresso y a leer el diario.
Por eso me gustan tanto. Por eso me hacía falta venir aquí.
Regreso al café al mismo tiempo que regreso a Substack. Parece que estoy volviendo luego de meses fuera, aunque en verdad fueron un par de semanas sin publicaciones. Luego de la costumbre y de la racha de publicar semanalmente durante 10 meses, hay una ligera sensación de abstinencia al no haberlo hecho, una sensación que se siente mucho más profunda y larga de lo que verdaderamente es. Como si me hubiese ido de aquí hace años. Como si estuviera volviendo a casa luego de unas largas vacaciones. Quizá esta es la sensación que genera la desconexión en tiempos de hiperconexión. Quizá esto no tiene que ver directamente con Substack, sino con mi desaparición de Instagram que ocurrió al mismo tiempo. Es que luego de tantos años de consumir redes sociales a su ritmo y velocidad, bastan dos semanas de ausencia para que haya pasado de todo en el mundo digital y para tener esta sensación de haber estado ausente por muchísimo más tiempo. Es que bajarse de las redes de consumo inmediato (así les llamo yo a Instagram, X, TikTok) requiere tiempo para acostumbrarse a la vida más lenta, y volver es mucho más difícil porque puede resultar abrumador. En lo personal, su velocidad, a veces, me supera. Quizá por eso encontrar un Substack me ha devuelto la calma y se ha llevado la urgencia. Y quizá por eso regreso hoy, con este ritmo más amigable, desde mi café favorito.
Las últimas semanas han sido muy movidas para el estilo de vida que he elegido y construido en los últimos años. He estado llena de trabajo (no puedo recordar la última vez que me quedé trabajando hasta las 5h30am, como ocurrió hace unos días) y de actividades que me alejaron de mi rutina y me hicieron valorar, como hace mucho no hacía, la posibilidad de elegir a qué le quiero dedicar mi tiempo. La posibilidad de estar hoy aquí sentada, sin apuros. Escribiendo. La posibilidad de tomarme un break para disfrutar de mi sobrina en todas sus versiones, desde el amanecer hasta el último instante del día. La oportunidad de conocer nuevas personas, de explorar nuevas habilidades, de soñar, además del café, otros sueños.
La posibilidad de encontrar y desarrollar, en medio de ese caos, la habilidad de elegir con mucha consciencia, en dónde quiero estar. Como hoy, escribiendo esta carta, desde este café.
Hasta el próximo jueves,
nicole
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Las cafeterías, que hermoso lugar para reencuentros.
Una preguntita: has soñado o planeado el menú? Que servirías? Te imaginas el color de vajilla? Que hermoso sueño... ojalá se haga realidad. 🌸