Jueves, 11h45.
Estoy sentada en un café frente al Jardín Botánico en Buenos Aires. Han pasado algo más de 5 años desde ese día de mayo en el que llegué, con 6 maletas y 1 Coli, para una especie de año sabático en Argentina.
Sin ninguna otra expectativa más que hacerle honor a eso de que la vida es un minuto, Diego -que había llegado un mes antes- y yo, empezamos a construir nuestro hogar. Muebles baratos, simples y útiles. Una vajilla gris de 4 puestos, linda, sencilla y comprada en descuento en el supermercado. Nada extraordinario, pero suficiente para que nuestra comida, en ese entonces desastrosa, luciera aceptable allí. Unos cubiertos prestados por mi prima que le devolví años después, un par de vasos de vidrio que sobrevivieron poco tiempo y una olla roja para calentar agua que todavía conservamos, inauguraron nuestra cocina.
Nuestra habitación era, para sonar más chic, minimalista. Durante varias semanas estuvo conformada por un colchón inflable bastante cómodo y con buena retención de aire y, una vez que por fin pasaron los 45 días del plazo de entrega, por un colchón de dos plazas en el que no escatimamos en el precio. El estado de la columna y el estado del humor eran dos temas que no queríamos negociar, por más que nuestra estadía fuera transitoria.
Dos meses después, la primera visita. Equipar el dormitorio contiguo combinando lo indispensable con lo decente y financiable, fueron nuestras máximas para la compra del nuevo colchón y almohadas. Sin mesita de luz, pero con un futón prestado, el dormitorio quedó suficientemente decente y albergó, durante muchas semanas seguidas, a amigos y familia que, pensando también que estaríamos solamente un año en Argentina, utilizaron cualquier excusa para venir.
Al borde del primer año, la pandemia y la desaparición inmediata del dormitorio de visitas. Al borde del segundo año, los rezagos de la pandemia y la segunda ola. A mediados de ese segundo año, la posibilidad y la tercera ola. A principios del tercer año, el establecimiento, la residencia permanente, las cuentas en el banco, la licencia de conducir y la vida aún con mascarillas y alcohol; a principios de ese tercer año, también, la decisión, bajo total certeza, de pasar cuántos años nos fuera posible, aquí, en Buenos Aires.
5 años después, sigo disfrutando del sonido que hacen las hojas de otoño al pisarlas, como hoy cuando caminaba por el borde de ese Jardín Botánico que ahora mismo estoy viendo. Sigo encontrando nuevos cafés para sentarme a trabajar, a escribir, a imaginar. Sigo maravillándome con la cantidad de librerías, de teatros, de espacios culturales que la ciudad ofrece. Sigo admirando su arquitectura, sigo aprendiendo sobre su idiosincrasia. Aún no tengo idea de qué puede llegar a ser el peronismo, todavía no digo “che” -aunque a veces mentalmente lo pienso- y soy una ninja en entender la diferencia entre dolar oficial, blue, CCL y MEP.
Nuestra casa, ahora, tiene cortinas nuevas, blancas y delicadas. Nuestra cama tiene, por fin, un respaldo, lo que hace las lecturas nocturnas mucho más cómodas. Cambiamos el sofá por uno más cómodo, la tele por una más grande, la heladera por una nueva y, en lugar de la habitación de visitas, armamos un estudio - oficina - biblioteca. Coli sale a pasear, por Bosques de Palermo, 4 horas al día. Su paseador es la persona más buena, confiable y trabajadora que vi. Caminamos por la vereda de nuestro barrio y saludamos con los vecinos, con los encargados y con el dueño de una dietética de la esquina.
17 años después de haber vivido por primera vez aquí, Buenos Aires sigue siendo mi ciudad favorita en todo el mundo. Me sigue sorprendiendo, me sigue enamorando. La sigo eligiendo con todo lo que tiene. A veces me supera, a veces también me absorbe. A veces me lastima. Su contraste puede ser hiriente. Su solidaridad es tan maravillosa como dolorosa puede llegar a ser su indiferencia, esa que comparte con todas las ciudades grandes que he podido visitar. Sin embargo y a pesar de sus bemoles, Buenos Aires nunca dejará de ser, al menos para mí, especial e irremplazable, y no creo que eso cambie ni siquiera cuando, en algún momento futuro, llegue el momento de irme.
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A mí también me fascina BS AS, tiene una dinámica muy especial y hay tanto por descubrir en ella. Cada vez que camino por sus calles se me hacen infinitas. Hermosa ciudad, aunque puede ser muy dura también.
Aunque vivo en el Bs As del hemisferio norte, nada puede reemplazar la energía, espontaneidad y chispa de mi ciudad natal. Y como extraño comer allí!! Disfrútala Nicole!🌸🌺♥️