Martes, 12h16.
Hay muchas cosas que de chica me gustaban y que por alguna razón digna de encontrar desde un diván, las ignoré. Hay unas que olvidé, otras que fueron producto del momento, otras en la que no fui constante, otras para las que nunca descubrí si era buena, otras que venían llenas de prejuicios y otras que nunca dejaron de gustarme, pero guardaba celosamente el secreto: me daba vergüenza decir que soñaba con la actuación y la danza, cuando ni la una ni la otra parecían ser mis cualidades más destacadas y definitivamente estaba más cerca del ridículo que del éxito. Y el ridículo era un asunto muy penado socialmente en mis tiempos de adolescencia.
Entre todos esos gustos olvidados dentro de un cajón, estaba la cocina.
Cuando estaba en la escuela, habré rondado los 6 o 7 años, mi abuela me regalaba todos los libros de cocina que le compraba a un señor que vendía, en ese entonces, libros a domicilio. Le llamaba la atención que me gustara tanto pensar en recetas cuando, contrario a lo que sé que pasa en muchas casas, la comida y la cocina no eran un punto de encuentro en la mía. Sin embargo, me daba gusto en todo lo que podía, y todos los lunes durante varias semanas ella hacía un nuevo pedido y me esperaba el sábado con algún ejemplar con recetas e ingredientes que jamás había probado, que no existían en la alacena de mi casa y que ni siquiera entendía qué eran, pero que me emocionaban profundamente y me tenían embobada durante horas entre sus hojas.
Ese gusto natural que tenía por las preparaciones, los olores y los sabores, resultaba extraño en mi entorno: ni mi mamá, ni mi abuela, y mucho menos mi papá tenían la más remota idea de cómo hacer un huevo frito. Nadie, pero absolutamente nadie de mi círculo cercano le dedicaba ni 5 minutos a alguna preparación, tanto así que y los manjares familiares y esas recetas escritas en cuadernos con huellas de guerra entre huevos y aceites, esas que se pasan como tradición de generación en generación, nunca fueron parte de nuestra historia.
Crecí comiendo delicioso, pero sin tener idea de cómo los ingredientes que llegaban del mercado se transformaban en eso tan rico que estaba calientito en mi mesa todos los días a las 13h00. La cocina, para mí, nunca tuvo mayor importancia, jamás fue punto de encuentro y no ha generado recuerdos familiares más que por su ausencia o por la cantidad de pedidos a domicilio que hemos hecho incluso para cumpleaños, incluso para Navidad. En ese camino, en algún momento, mis intentos solitarios de hacer magia con las harinas, frutas y verduras fueron mermando, mis libros fueron archivados en algún cajón en la bodega como parte de un recuerdo que todos olvidaron, incluso mi cabeza que, sin saber cuándo ni cómo, enterró el deseo culinario en las más intrínsecas profundidades de mi ser, tan, pero tan abajo, que no solo perdí el interés y el gusto, sino que desarrollé una inutilidad profesional y una aversión como pocas.
En mi casa la cocina no era valorada, no era importante, no era querida.
En mi casa la cocina era algo que cualquiera podía hacer, que no requería ningún tipo de habilidad destacada, ni ninguna sensibilidad especial, ni daba ningún tipo de prestigio intelectual. No había arte, ni amor, ni dedicación, ni creatividad, ni nada que se considerara importante y meritorio en el acto de cocinar, y no porque efectivamente no lo hubiera, sino porque no conocieron, ni quisiero conocer, otra cosa. Por generaciones se instauró una idea que no se decía explícitamente, pero que flotaba como un fantasma guardián en todas las conversaciones que surgían alrededor de la misma mesa: las cosas relevantes no se hacían desde una cocina sino fuera de ella, entonces había que estar a la altura de esas expectativas familiares y no pendiente de las ollas. La cocina y la comida, eran algo que se conseguía fácilmente contratando a alguien que viniera a casa a alimentarnos todos los días, desde el desayuno hasta la cena, pero los valientes decididos a trascender, tenían que salir de ahí. Entonces ¿para qué perder tiempo entre especias y sartenes? En el imaginario de mi familia, jamás tuvo sentido. Aún hoy me atrevo a decir que no lo tiene.
En la cocina he llorado profundamente.
Me he parado con mala voluntad y furia frente a las verduras, preguntándome por qué tendría que cocinar si existe el delivery. He seguido recetas al pie de la letra, los resultados han sido nefastos, y no he podido encontrar el error. Ha sido desmotivador. Quizá el asunto es que todavía no entiendo cuánto es una pizca.
He tenido que tirar a la basura, con un cargo de consciencia pesadísimo, preparaciones que eran literalmente incomibles porque fueron imposibles de rescatar. En la pandemia llegué a lanzar los tuppers por los aires porque tenía hambre, pero hambre de algo rico, de ese algo que para mi era utópico de hacer por mis propios medios y que en ese momento era un lujo restringido por mi imposibilidad de hacer cualquier cosa que no fuera un huevo revuelto y por las restricciones de salir a explorar la increíble gastronomía porteña que me mal acostumbró aún más a comer delicioso sin tener ni la más mínima idea del proceso.
La cocina ha sido frustrante, desgastante, triste.
Ha sido el lugar del que siempre he huído, ese que no he querido pisar, ese al que no le he querido dedicar ni medio minuto de mi día, por más que sea un domingo sin planes. Ha sido el lugar que me ha generado ansiedad, que me ha escupido con fuerza de sus cuatro paredes y para colocarme directo frente a la computadora o frente a un libro, sintiéndome así mejor, más productiva.
Ha sido el lugar en el que he sentido cómo la culpa recorría todo mi cuerpo al compás de las lágrimas que, al mismo tiempo, bañaban mis mejillas. Estar en la cocina ha simbolizado, para mí, ser una persona de poco aporte al mundo. Y todo esto lo descubrí hace poco, muy poco tiempo.
Llorando, un día de finales de diciembre del año anterior, le dije a Diego que teníamos que tomar clases de cocina. No por hobby, sino por necesidad, por supervivencia. No soportaba más sentirme obligada a entrar ahí, y tampoco soportaba más sentir culpa si no lo hacía y vivía alimentada a punta de empanadas y sanguchitos de miga. A pesar de que nuestros intentos por mejorar nuestros almuerzos y cenas fueron aliviados levemente por la Thermomix y la Airfryer, nuestras habilidades culinarias juntas no han sido capaces de preparar, por sí solas, un medio plato decente y nuestras exigencias gastronómicas eran y aún son grandes, bastante distantes de nuestras posibilidades y de nuestra independencia.
A mí no me gusta comer guardado más de un día, no me es posible tragar un solo bocado de comida que estuvo congelada, no me gustan los ultraprocesados ni las latas, no compro viandas hechas y solo uso el microondas para calentar una bolsa de semillas que calienta mi cama en el invierno. Diego, en cambio, tiene restricciones alimentarias, no le gusta el queso que salva cualquier plato insulso, no le simpatiza el atún (lo único que yo puedo comer en lata), no come ningún tipo de pescado (que se hace fácil) a más de 50 metros de distancia del mar y todavía está aprendiendo a distinguir el pepino del zucchini. O sea, un desastre unido por amor, un lugar de difícil tránsito y un montón de adversidades que, desde hace varias semanas, decidimos enfrentar cara a cara.
Hace un mes estamos en clases de cocina.
Arrancamos por pura necesidad y pensamos seguir ahí solo por felicidad, nada de obligaciones. Quisimos darnos una oportunidad y tachar el objetivo 2024, como para saber en qué terreno pisar por el resto de nuestras vidas. Sin pensarlo, los lunes por la noche se han convertido en nuestro espacio de desconexión absoluta del mundo y de conexión total con los sabores y los olores. Esas dos horas nos abstraen, nos transportan, nos hacen reír y emocionar con todo lo que podemos crear. En la cocina he podido sentir lo que es hacer magia con las manos y he visto cómo es real eso de juntar 4 tomates tristes, 2 cebollas secas y 1 ajo olvidado para transformarlas en un viaje.
He vuelto a preguntar, con la misma curiosidad y la misma ignorancia de la niña que no entendía las recetas de los libros que le regalaba su abuela, cosas obvias como si a las verduras al horno se les pone aceite de oliva y sal o si se meten solitas, y he apuntado la respuesta por si la próxima se me olvida. Y se me ha olvidado. Sin embargo, he podido comer tan delicioso, calientito, amoroso y al mismo tiempo tan sencillo, que disfruto de sentarme en la mesa y llevarme un tenedor a la boca. Se siente como un abrazo, como una cobija calientita en una tarde de invierno, como un abrazo largo y cariñoso.
Es que la cocina sí es mucho más que solo comer.
Es disfrutar de la transformación en unos pocos segundos. Es encontrar el placer en lo cotidiano. Es quitar prejuicios, conocer vulnerabilidades y detectar los puntos más fuertes de cada ingrediente, tal cual como hacemos en la vida con el resto de relaciones que construimos: saber que algo pequeño lo puede arruinar todo, pero que algo más pequeño aún puede elevar la experiencia hasta el cielo. La cocina son los detalles. Es el hecho de hacer hogar. Es crear nuestros olores propios y activar nuestros sentidos, esos que van a permanecer en el olfato y en el paladar para siempre.
En mi caso es también reconciliarme con esa parte de mí a la que le arrebaté la oportunidad de crear lazos con la cocina, aunque en el fondo eso era lo que deseaba. Es aprender a contarme otra historia, la que yo quiero, la que yo construyo más allá de los mandatos, las costumbres familiares y todo aquello implícito que permanece muchas veces sin que veamos que. efectivamente, existen opciones de algo diferente. Es entender que ni mi abuela ni mi mamá tenían que amar la cocina para que a mí me guste y que yo tampoco tenía que odiarla para demostrarles lealtad a ellas. Es saber que somos producto de lo que nos rodea y que también somos producto de nuestras propias elecciones en la adultez.
Y yo hoy elijo probar.
Quiero disfrutar sin culpa de mi cocina, que es grande, bonita y tiene un verde agua en las paredes que la hace mucho más mágica. Quiero invertir tiempo en esa transformación, la de los ingredientes y la mía, para descubrir, de forma mucho más autónoma y auténtica, cuál es mi vínculo con ella. Quiero más olores en mi casa y más sabores en mi paladar. Quiero preferir mis guisos caseros antes que las pizzas y empanadas que llegan por delivery y quiero que alrededor de mi mesa se junten todas las personas que amo. Quiero que los olores que recuerden mis sobrinos sean de budín recién horneado y que cuando se lleven un bocado a la boca, se acuerden de las tardes compartiendo el té en casa de su tía.
Quiero todo eso, sí, pero lo que más deseo es descubrir orgánica y naturalmente si todo esto con lo que ahora estoy fantaseando, es lo que yo verdaderamente elijo. Por el momento estoy presintiendo que sí.
Hablemos sobre lo que significa la cocina 🥣
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La cocina, el lugar más cálido de una casa, nos quedamos horas de horas en una sobremesa, después de una deliciosa comida.
Me encanta que finalmente te sientas a gusto con la cocina.
Siempre noté tu curiosidad pero también tu “auto flagelación “ cuando te frustrabas.
Algunos hemos encontrado tardíamente el
placer de cocinar hasta convertirlo en el mejor momento del día, y sentir que
lo que hiciste te gusta.
Disfruten y coman rico !