Martes, 11h30.
Sentarse a leer un libro. Dejarse atrapar por esas páginas. Sentir lo que pasa por ahí, en algún lugar cerca de la panza: a veces calma, a veces ira, a veces frustración. A veces miedo. A veces amor. Muchas veces esperanza.
Pasar cada página y entender que un mundo se abre ahí adentro y que se construye de forma única en tu cabeza y en tu imaginación. Ni quien lo escribió puede controlar cómo miras ese espacio, cómo lo sientes. Conectarse con los libros, porque en ellos hay historias, y en las historias hay sensaciones. Y en las sensaciones, sentimientos. Y en los sentimientos, vida. Ponerle cara, cuerpo, manos y voz a todo eso que parece solo un conjunto de letras sobre papel, pero que en verdad son realidades que nos hacen ver el mundo y la vida de otras formas, unas que de otra manera no habríamos contemplado.
Agarrar un libro y poner un poco de pausa al mundo.
Olvidarte de eso que te agobia y encontrarte con una historia que quizá te agobia más, pero te saca de ese instante en el que necesitas parar. Salir de ese apuro de vivir. Agarrar un libro como bálsamo, como estímulo, como refugio, como puerta. Una puerta que se abre para descubrir otro montón de puertas, otro montón de opciones. Agarrar un libro para descubrir esa parte del mundo que no conocemos, para entender esa parte nuestra que no entendemos. Para vernos reflejados en historias ajenas, para ir entendiendo la nuestra propia. Introducirnos en las letras para aprender más, conocer más y también para dejar que nos manipulen menos. Quizá también para dejar de manipular. Nada, pero nada menor ese aprendizaje.
Agarrar un libro para que los temas de conversación no se terminen nunca y para que los temas de reflexión sean cada vez más enriquecedores. Agarrar un libro como remedio curativo para todos esos males que nos acechan, para esos miedos, para esa incomprensión y también como medicina preventiva para el cerebro y para el alma. Agarrar un libro con humildad para eso que no sabemos, con amor para eso que pudo estar mejor, con valentía para quien se atrevió a contar su historia, con admiración para quien se atrevió a decir su verdad y a crear un mundo y mostrarlo sin tapujos. Agarrar un libro para desarrollar la empatía, para mirar a los ojos a otras realidades, a aquellas a las que jamás llegaríamos, a veces porque están lejos de nosotros, a veces porque simplemente no existen… aunque existen en esas páginas que dejaron el blanco para construir y construirse.
De chica aprendí muchas cosas, ignoré muchas otras, abandoné unas cuántas más, pero los libros permanecieron.
Están aquí, ahora mismo, a mi lado. A veces más cerca, a veces más lejos, pero siempre disponibles. Están para salvarme del aburrimiento en las salas de espera, para acompañarme en los largos trayectos en autobús, para entretenerme cuando salgo de la ópera porque no me gustó la propuesta y espero que Diego salga (de la vida real), para presentarme más y más cafeterías mágicas en Buenos Aires y donde quiera que voy. Están para conocer más gente, para obsesionarme más y más con algunos temas, para soñar en chico y no necesariamente en grande, para presentarme el mundo más infame jamás visto, y el más hermoso que jamás hubiese podido imaginar.
Al principio con cuentos infantiles leídos y también narrados en casete con toda la colección de Cuenta Cuentos de Salvat. Luego con historias imposibles de entender para mi yo de 10 años (intentar leer La Llama Doble de Octavio Paz fue un total absurdo). Después con los libros que encontraba dispersos en cualquier mínimo rincón de mi casa. Más tarde con los asignados en las cátedras de Literatura Universal, Literatura Latinoamericana y Literatura Ecuatoriana durante mis tiempos universitarios para que, solo con el paso de los años, lograra encontrarme con aquellos textos producto de mis propios gustos e ilusiones: autobiografías, ensayos, historias personales, novelas históricas y románticas y, de vuelta, como un círculo perfecto, verme de frente con cuentos infantiles que aún hoy llenan los estantes de mi casa y son mis predilectos cada vez que entro a una librería.
Es que una de las cosas más valiosas que me inculcó mi mamá y que me quedó para siempre fue el amor a los libros.
Quizá ella y yo no leamos lo mismo, no disfrutemos de los mismos autores, no tengamos los mismos ritmos de lectura y no compartamos las mismas percepciones de lo que leemos. Los libros que le he regalado nunca le han llegado a ella de la forma en la que me llegaron a mí y los que ella lee no son precisamente los primeros títulos que elijo en una librería. De hecho, quizá ella y yo tengamos más puntos de desencuentro que de encuentro, más diferencias que similitudes y los libros solo son un reflejo de esas vidas y gustos distintos de cada una.
Sin embargo en ese pequeño instante antes de dormir, cuando todo empieza a callarse, cuando las luces de la casa de apagan y se prende, pequeña y luminosa, la lámpara de la mesita de luz; cuando en una especie de ritual nocturno me pongo los lentes, acomodo las almohadas y agarro cualquiera de los 4 libros de turno que están apilados a la izquierda de mi cama, tengo la certeza de que ella y yo, más allá de cualquier otra distancia, allí estamos juntas.
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Es precioso lo que has escrito, cada palabra me llego muy profundo. Y coincido con los 4 libros de turno apilados en la mesita junto a la cama jajaja. Un abrazo.
Ese momento justo antes de dormir, abrir las puertas a un mundo nuevo, es maravilloso. No puede compararse con ninguna otra cosa. Un refugio, una inspiración, un cohete que nos lleva a otros mundos...