Jueves, 11h29.
Mañana se cumplen 4 años del día en el que volví a mi casa luego de un vuelo humanitario tan esperanzador como aterrador y después de 15 días encerrada en la habitación de un hotel en el barrio de Retiro con la mayor incertidumbre que he tenido en mi vida: el covid.
El bicho me agarró en Ecuador.
Unos días de un viaje de emergencia se convirtieron en una estadía prolongada de más de dos meses que solo terminó cuando luego de mil trámites y esperas pude subirme a un vuelo de repatriación que era pagado, pero que no estaba disponible para quien quisiera comprarlo, sino únicamente para quien fuera seleccionado por el Consulado Argentino que era el único que tenía la potestad de elegir a los pasajeros.
Los criterios para definir quiénes podían o no subir al avión estaban dados en base a su urgencia: edad, condición de salud y vulnerabilidad. Yo tenía muchísima urgencia y muchísima vulnerabilidad, más que nunca en mi vida, pero era de otro tipo, un tipo que no estaba estipulado en esas listas que decidían quién podía subir y quién no, así que no tenía otra opción que la espera y la esperanza. Por suerte, ambas estuvieron de mi lado: ese viernes 10 de abril fui la última pasajera en ser confirmada para ese vuelo que saldría el domingo 12, a las 7 am y con las medidas de seguridad más extremas imaginadas, rumbo a Buenos Aires. Rumbo a mi casa.
Había tenido días muy tristes e intensos. El miedo al dolor, a la muerte y a la pérdida me habían estado rondando varias semanas antes de que la pandemia fuera un hecho que envolvía al mundo y que haría que esos sentimientos que yo albergaba se volvieran colectivos y, tristemente, cada vez más probables de hacerse realidad. Quería, con toda mi alma, volver a mi casa. Necesitaba abrazar a Diego, ver a Coli. Quería estar en mi lugar seguro, en mi espacio propio, en el sitio que había construido para que sea mi base y mi refugio. Necesitaba volver a ese abrazo reconfortante, a la calma de la rutina aunque tuviésemos que construirla en base a unas nuevas reglas, a la espera sin tiempo que iba a requerir más paciencia de la que jamás tuve antes en mi vida.
Y volví.
Un 26 de abril de 2020 abrí la puerta de mi casa luego de muchas semanas afuera y de no saber cuándo iba a poder volver. Sentí el abrazo, la seguridad, el abrigo que necesitaba. Empecé a usar, con una frecuencia inusitada, este balcón desde el que hoy escribo. Se volvió mi espacio, mi contacto con el mundo, mi ventana hacia el universo de mis vecinos que, igual que yo, transformaron sus espacios y sus rutinas. Desde aquí contemplé el otoño, el invierno y la llegada de la primavera. Leí. Tomé sol. Conocí a mi vecino de 6 años y se convirtió en mi amigo argentino más chico. Hoy tiene 10 y seguimos estando cerca.
Esa misma semana empecé a hacer ejercicio en casa, por primera vez en mi vida, una hora diaria, incluyendo los domingos. Con el paso de los días me volví una ninja de la desinfección de frutas, verduras y todo elemento extraño que entrara a mi casa y era la designada oficial (por mí misma) para hacer las compras en el super, al que iba una vez por mes vestida como astronauta y disparando alcohol 5 metros a la redonda de donde caminaba. No aprendí a cocinar, pero me compré la Thermomix para que nos salvara de comer feo todos los días. Y nos salvó.
Los meses pasaron y la vida se transformó.
Volver a salir y a confiar fueron dos desafíos muy grandes que requirieron mucha valentía, mascarillas y desinfectantes para ser enfrentados. Salir de la madriguera fue como aprender a vivir de nuevo, entender cómo había cambiado el mundo, conocer las nuevas reglas y reconocernos absolutamente mortales e ínfimos frente a la fuerza de algo que va más allá del control de la humanidad.
La pandemia me dejó -además de la certeza de que no aguantaría otro encierro como ese- varias costumbres: llevar alcohol en mi cartera, estornudar tapándome la boca con el codo y usar mascarillas cada vez que estoy enferma. Sin embargo, hay muchas cosas que la pandemia me quitó, muchas que hasta hoy no puedo reconstruir. Quizá eso es ponerse a hilar fino, a pensar que sin el covid muchas cosas serían diferentes. Quizá es la mala costumbre de buscar culpables a nuestro propio destino, a nuestras propias desgracias. Quizá es más lindo pensar que no fuimos nosotros, que fueron las circunstancias. Quizá es más fácil huir.
Por eso cada vez que llega abril, desde hace 4 años, no puedo dejar de pensar, mucho más que en otros meses, en la dualidad humana, en mi dualidad personal. En la fortaleza y la debilidad, en la alegría del abrazo y la pena de las ausencias. En la paciencia y en el desespero, en el tiempo que no pasaba y en lo rápido que se va ahora. En que la felicidad también convive con el dolor, y que la esperanza es amiga de la tristeza. En que la vida tiene mucho de todo, incluyendo aquello que nos hace falta, aunque nunca lo lleguemos a tener.
Y que de todo eso junto, se trata vivir.
Hablemos de todo lo que nos dejó la pandemia:
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Durante unos días, tuve miedo, luego pasé a sentir impotencia, me di cuenta que el ser humano no tiene límites.
Justo abril se siente también para mí como un mes de pensar demasiado, pero más allá del COVID, es desde tiempo atrás que he pasado cosas complicadas durante este mes.
Siento que la pandemia nos dejó muchas despedidas inconclusas, o al menos así fue en mi caso y aún sigo intentando procesarlo.