Domingo, 16h27.
Hoy mi abuela hubiera cumplido 90 años.
Se fue hace casi 7, rodeada de su familia, con un último respiro en su casa y en su cama. Estuve, pero no estuve. Lo que pasa es que a veces, en la vida, nos toca estar, pero no estar, como yo ese sábado que con un beso sentí por última vez su piel, para ese momento casi helada, en mis labios, y me fui.
Me despedí de ella antes de que el resto de mi familia lo hiciera.
Me tuve que ir. Mi abuela se fue el preciso día en el que yo estrenaba un musical, el único que he hecho en mi vida y para el que había ensayado durante meses con un montón de gente a la que no quería fallar con mi ausencia porque sé que habría sido imposible conseguir reemplazo en las 6 horas que faltaban para la función. Así que fui.
Tengo ese día muy presente.
Los ojos hinchados, el maquillaje que no pudo cubrir la tristeza, la voz temblorosa y desafinada, los puestos de mi familia vacíos en la primera fila del teatro. Un momento que tenía muchas ganas de vivir, pero que no pude sentir con la libertad y la intensidad que hubiera querido, acompañado de otro momento que no hubiese querido atravesar jamás, pero que sé que es el único del que no podemos escapar. Una soledad presionando el alma, un montón de recuerdos de esos que llegan más intensamente cuando la ausencia es un hecho irremediable, y la voz. Su voz. Mi abuela hablándome, con un esfuerzo sobrehumano, en esos últimos días. El calor de sus últimos abrazos, las palabras de sus últimas miradas durante cada noche y durante cada amanecer que compartimos juntas, literalmente de la mano, en ese tramo hacia el último respiro.
A veces me arrepiento de no haber estado en su despedida, pero le atribuyo todo al shock.
¿Quién en su sano juicio puede, voluntariamente, manejar dos horas de carretera, llegar a un teatro, cambiarse de ropa, pintarse el pelo de rojo, repasar las últimas líneas del texto y maquillarse en el camerino cuando su abuela, SU ABUELA DEL ALMA, se fue para siempre? No lo sé. No lo sé porque no sé quién era yo ese día.
Quizá solo era alguien que quería sobrevivir a ese dolor. Alguien que quería ver, de la manera que fuera, que había que seguir viviendo. Alguien que quería entender el significado de la vida con su muerte. Quizá era la misma que trabajó como loca en la cafetería del hospital el día de la muerte de su padre. Quizá -o en realidad- era yo misma en una versión que solo aparece cuando no sé qué hacer, cuando no sé cómo voy a seguir y entonces decido, solamente, no parar.
Hoy mi abue hubiera cumplido 90 años.
O mejor dicho, cumple 90, pero en otro espacio, en otro lugar.
Eso quiero pensar.
Eso siento.
Recuerdo su olor, ese que no se va a pesar de los años. Tengo el sonido de su voz hablándome. Cada vez que miro una alcancía, cada vez que preparo un zucchini y cada vez que escucho “La familia”, de Pimpinela, ella aparece por arte de magia. Es que no se va.
A veces con mis primas usamos sus palabras y sus dichos, y cuando nos reímos con ellos, ella vuelve a vivir. A veces, miro un par de videos de sus últimos años, esos en los que, de a poco, ella dejaba de ser la que siempre había sido y se transformaba en otra versión, una con menos independencia, sí, pero al mismo tiempo, una con menos ataduras y con mucha más libertad. Quizá empezaba a acercarse a quien verdaderamente era.
A veces leo sus cartas y sus notas de cumpleaños, miro su letra impecable y leo sus palabras tan formales que me es imposible no estar segura, segurísima de que está ahí. Ahí y en una torta de maqueño que nadie podrá hacer igual nunca más. Ahí y en cada caramelo de menta que me llevo a la boca. Ahí y en el sabor mejor arroz blanco de la historia del mundo entero, ese que nadie ha podido igualar, pero que sigue en mis papilas siendo presente. Y no pidan más porque hasta ahí llegamos en la cocina. Quizá por eso también la recuerdo cada vez que quemo la cena y cada vez que lo resuelvo con una gran taza de café con pan o, en la versión argentina, con medialunas. Quizá por eso, aunque se fue, todavía está viva.
Eso quiero pensar.
Eso siento.
Feliz cumple, abue. Hasta donde quiera que se haya ido a vivir.
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El libro de Taty: Ya no tengo nada que decir de eso porque hace mucho que no doy noticias del tema… lo único que diré es que seguimos. Ese libro será una realidad este año, aunque haya tenido que volver a empezar a escribirlo:
El reencuentro con amigas, el cambio del negro propio del luto por un montón de colores y la incorporación de una nueva tradición a mi vida: el altar del día de muertos. Todo eso aquí:
¿Hablamos por privado?
Empatizo, abrazo y suscribo cada palabra.
Las abuelas...
Hermoso!!! Simplemente eso, recuerdos van y vienen.