34. Clases de cerámica
Una mentira, una pregunta clave, la confesión, un bowl amorfo que tenía ganas de ser un florero y el inicio de mi carrera como ceramista profesional.
Sábado 8h50 am.
Es la tercera vez que pospongo la alarma, pero la primera en la que, hoy, me doy cuenta de las consecuencias de hacerlo: llegaré tarde a mi primera clase de cerámica que, además, no tiene devolución ni cambio de fecha.
Salgo disparada de la cama y me concentro en irme lo más pronto posible de mi casa. Empiezo a caminar a paso rápido, pero es definitivo que no llegaré a tiempo. “Hay unos minutos de tolerancia”, me digo a mí misma, consolándome, como casi todos los días de mi vida en los que empiezo a correr por las calles mirando el reloj y repitiéndome que esa sería la última vez que saldría tarde. Llego, como siempre, puntual, aunque nunca tengo idea de cómo ocurre. Me tranquilizo y pienso que, en realidad, no estuvo tan mal calculado el tiempo. Entonces me relajo y automáticamente se diluyen mis intenciones de no volver a posponer la alarma. La historia de mi vida.
Mientras toco el timbre, veo mi cara en el reflejo del vidrio. Además de agitada, me veo enojada. Me acuerdo, entonces, de mi dermatóloga, la que cada vez que me ve me ofrece ponerme botox en la profunda arruga del entrecejo; sin embargo, es solo hasta este momento que empiezo a considerar que no sería tan mala idea. Suavizo mi involuntaria expresión para no ahuyentar a las potenciales nuevas amigas con una primera impresión errada y entonces se abre la puerta.
Sonrío, saludo y me presento.
Ejecuto estas tres acciones totalmente consciente de cada movimiento, venciendo a la timidez que me caracteriza en los primeros encuentros -aunque no parezca- y espantando todo el tiempo a la imprudente arruga del entrecejo. Me calzo mi nuevo delantal, me saco el reloj, aviso en el celular que no estaré disponible durante 3 horas, me tomo un café y estoy lista para empezar.
Elijo el torno mejor ubicado de la clase: frente a la ventana. Pongo atención a la explicación, pero en realidad, entiendo muy poco lo que el profesor está diciendo. Me relajo. Esto no tiene que ser perfecto. Yo no tengo que ser perfecta. Mi vasija, seguramente, no será perfecta, y todo eso no es más que una premonición.
Destruyo, con profesionalismo absoluto, los dos primeros bollos de arcilla que llegan a mi poder. Al primero le meto aire en la masa y al segundo lo corto con la uña sin piedad y con el torno dando vueltas a toda velocidad. Ensucio, como si estuviera en una competencia de 4x4, mi pantalón negro y mi camiseta blanca, que se vuelven muy originales llenos de redondas manchas grises que no tengo idea si podré sacar. Tropiezo en una pequeña grada y tiro, sobre mis zapatos blancos y sobre el piso de la clase, con precisión envidiable, un montón de agua con sedimento de color plomo que, unos minutos después, se secará y dejará una huella imborrable de mi primer encuentro con la cerámica. Huyo de la escena del crimen sin confesar mi delito: apenas tengo 30 minutos en el lugar y no quiero que me expulsen en mi primer día.
Como si nada, me siento de nuevo en mi puesto y hablo con Andrea, que está sentada a mi izquierda. Ana, la de la derecha, al escuchar mi acento, me pregunta de dónde soy. “De Ecuador”, le contesto, y esa pequeña respuesta cambia todo el mood de la clase. Los tornos se paran, los profes me miran, las demás conversaciones se terminan de un tajo. Se miran entre sí. Me miran a mí. Me descubrieron, pienso. Todos vieron lo que acabo de tirar en el piso. Planeo la huida llena de vergüenza. Me pregunto en qué estaba pensando para ocultar mi falta. Me arrepiento de haberlo hecho y me arrepiento de haber entrado sonriente.
Las miradas no dejan de señalarme, de mirarme profundamente. Con miedo. Con duda. Con súplica de algo que todavía no sé qué es. De pronto, sin quitar las manos de la arcilla, Virginia corta con cuchillo y curiosidad el mutismo de toda la sala:
“Escuchame - en tono argentino- ¿y cómo les va con la dolarización?”
Me vuelve el alma la cuerpo. Siento como esos varios pares de ojos que ya me estaban mirando, me miran aún más, esperando, ansiosos, la respuesta, como si de mi boca dependiera su futuro, ese que hoy lo ven tan incierto y difícil de predecir, de la misma forma como yo veo a mi último bollo de arcilla.
Me tranquilizo.
El problema no soy yo ni mis faltas. Ni la mancha del patio. El problema es tener que enfrentarse a un porvenir tan incierto en el que los errores no se solucionan consiguiendo un nuevo bollo y volviendo a empezar.
“Bien, ahora, muchos años después, creo que bien, pero fue muy difícil” contesto, recuperando el aire que me quitó la sola posibilidad de ser descubierta.
Charlamos el resto de la clase de Ecuador y de Argentina. De Milei y de Massa. Vemos Tik Tok con análisis del pasado. Nos reímos para no llorar. Recordamos la convertibilidad. Les cuento que nosotros dolarizamos a $25.000 sucres por dólar, que mi papá y mamá perdieron un montón plata al igual que medio país y que tomó unos cuántos años estabilizarnos. También les comento que antes de venir tenía la costumbre romántica de ahorrar en alcancías, y que apenas hace un mes saqué de la bodega la última que me quedaba y que todo eso que había ahorrado en el 2019 seguía valiendo lo mismo el día de hoy. No pueden evitar las caras de sorpresa, de molestia, los comentarios de queja y de necesidad de cambio. Los planes de irse del país “si al cosa sigue así” no se hacen esperar, y, por supuesto, llega la pregunta con tono de indignación e incredulidad que más me han hecho desde que llegué a Buenos Aires: “¿Por qué viniste justo acá, nena?”. Se ríen cuando les planteo, en broma, la idea de hacer una alcancía de cerámica para una salida de integración y siento que, de alguna manera, son un poco mis amigos y amigas.
En medio de la charla y en el tercer intento, mi bollo de arcilla empieza a tomar forma. Fantaseo con la idea de que sea un hermoso florero, pero festejo con gran emoción mi primera obra de arte: un bowl amorfo que no sé bien para qué va a servir. Al mismo tiempo, pienso en esta Argentina que tanto quiero. Pienso en cuántos bollos va a necesitar para llegar al hermoso florero y pienso cuántos bollos ha desperdiciado en el camino, aunque con un costo más alto que los míos. Pienso, también, en cuánta gente hay, en este momento, tratando de construir sus propios floreros, aunque en el camino le suban el precio de la arcilla, le frenen la importación del repuesto del torno y le suban los impuestos intempestivamente.
Pienso en todo eso y pienso, también, en qué lado quiero estar.
Decido, entonces, limpiar mi conciencia y confesar mi delito. No se puede estar del buen lado ni empezar nuevas relaciones ocultando verdades o dorando la píldora. Con una simple conversación que dura segundos, limpio mi conciencia y limpio el piso. Saco la mancha - más común de lo que me habría imaginado - de las baldosas de la vieja casa de Palermo y, más que con el bowl amorfo, es con este pequeño acto con el que me convierto realmente en parte confiable del grupo y doy inicio, oficialmente, a mi promisoria carrera de ceramista profesional.
Veremos de qué se habla en la segunda clase.
Bravoooooo. Sé que veremos maravillosas obras de cerámica hechas por esas inquietas manos ❤️
Me encantó leerte Nicole.
Muy bien escrito y descrito. Con humor y tu magnífica forma de relatar.
Casi estoy viendo tu cara antes y después de la pregunta .
Un abrazo