La primera casa que pisé cuando llegué a Nicaragua, la tarde de un domingo de junio de 2011, fue la de la Ana. Recuerdo con claridad el momento de esa bienvenida, y la recuerdo perfectamente a ella con sus lentes negros, sus chinelas, un short y una camiseta.
Antes de que pudiera aclimatarme o tan siquiera cambiarme de ropa, y con unos importantes 30 grados, empezamos a trabajar. La Ana estaba a cargo de la Dirección Social de Techo y no había tiempo que perder porque dentro de pocos días iniciaría la colecta nacional, uno de los hitos más importantes de la organización, y una de las razones por las que yo llegaba con tanto apuro a Managua.
Hizo falta poco, muy poco tiempo para que nos hiciéramos amigas, porque desde que llegué, Ana y las muchachas me hicieron parte de ese grupo de hermanas que habían formado. Durante 7 meses de mi estancia en Nicaragua nos vimos casi todos los días, comimos un sinfín de quesillos, nadamos infinidad de veces en la Laguna de Apoyo, trabajamos de lunes a lunes, hablamos de temas importantes y de temas triviales, reímos, soñamos, discutimos y volvimos a reír. De la Ana siempre admiré todo eso que yo no tenía: una fuerza feroz para sus convicciones, un sentido social que miraba más allá de lo obvio, una resistencia inquebrantable ante las injusticias y una voz que se hacía escuchar más allá del miedo, de la opresión y de las amenazas.
La Ana me invitó a su casa algunos domingos. Me presentó con generosidad absoluta a su familia que me recibió con una sonrisa. Recuerdo a su papá que, por alguna razón, notó que me había enamorado del gallo pinto y siempre que yo llegaba a su casa, me servía un plato y me ponía mucha crema al lado. También recuerdo a su abuelo, sentado en la mecedora cerca al jardín, charlando con su amigo del alma, el Padre Fernando Cardenal, que era parte de su familia. Recuerdo en esos almuerzos y en esas largas mesas a su madre, a sus hermanas, a sus tías, a sus primas y primos, y por supuesto, recuerdo a Doña Pinita, su abuela.
Doña Pinita hacía una comida riquísima, y yo, que siempre he sido una inútil para la cocina, admiraba la facilidad con la que ella preparaba sus platos. De vez en cuando le preguntaba cómo se hacía tal o cual receta, con la esperanza de algún día ser capaz de preparar algo por mí misma y ella me lo explicaba con paciencia y naturalidad. Había tenido varios años atrás un programa de tv de cocina, había publicado recetarios y, para rematar, había fundado Margarita, una cafetería que estaba cerca de Techo y a la que íbamos con la Ana frecuentemente. Pero la televisión, el emprendimiento y el profesionalismo no era lo que más me llamaba la atención de ella: lo que más me gustaba de Doña Pinita era esa capacidad de transformar un plato de comida en un símbolo de amor y de convertir la mesa de los almuerzos del domingo en un espacio de unión irrompible, porque parecía que en ese momento, cuando todos estaban juntos, eran indestructibles.
Y a pesar de todo lo que han tenido que vivir, aún lo son.
Los últimos años han estado bañados de una profunda tristeza en Nicaragua y me parte el corazón tan solo de pensar que esas mesas familiares de las que tuve el privilegio de participar, hoy solo son un recuerdo. La nefasta y asquerosa dictadura de Ortega, que me provoca los sentimientos más horrendos que he sentido en mi vida, ha cometido los actos más atroces. Por ello, Ana y su familia han pasado los últimos años siendo víctimas de una perversa persecución política que causó la separación familiar, el encarcelamiento injusto de su hermana y de su tía, la salida del país de ella misma y gran parte de su familia, y que fue un impedimento para que Doña Pinita pudiera continuar con el tratamiento contra el cáncer que padecía, pues sin razón, explicación ni justificación, retuvieron su pasaporte y le impidieron la salida del país cuando se dirigía a Costa Rica a una visita médica programada.
Hoy, lamentablemente, Doña Pinita ha muerto.
Se fue sin que mi amiga pudiera sostener su mano y sin volver a ver a gran parte de su familia. Pero se fue luchando, porque desde muy joven, igual que Ana (o Ana igual que ella) fue una voz activa ante las injusticias y jamás dejó de abogar por la libertad y por la democracia que hace años le fue arrebatada a su querida Nicaragua. Se fue dejando a una familia fuerte, amorosa y con convicciones de hierro, sin importar que esté físicamente separada, porque independientemente del lugar del mundo en el que esté puesta la mesa, están unidos. Se fue dejando un ejemplo de lucha y se fue, a pesar de no tener pasaporte, siendo una mujer libre, porque estoy segura de que hay cosas que, por más que quiera, ese régimen nefasto dirigido por Ortega y Murillo, que sé que un día va a terminar, jamás podrá arrebatar.
Hoy mi mesa, una más chica y menos llena, está de luto. Hoy recuerdo, con inmensa gratitud, esos sabores, esos olores y esas conversaciones de domingo en Managua, cuando me sentí tan contenida y acogida por esa familia tan generosa. Hoy rememoro todos los aprendizajes, todas las charlas y todas las conversaciones tan precisas y valiosas que me dieron en respuesta a todas mis inquietudes y a mi desconocimiento sobre la historia y el camino de ese país al que tanto he querido y hoy hago, en silencio, un homenaje a esas vidas valientes que no callan, que no paran, que no declinan nunca, que se escuchan fuerte, incluso ahora más allá de la muerte.
Y a vos, Ana, mi amiga tan querida, hoy te abrazo con profundo amor y con la certeza de que tu lucha, la de Pinita y la de toda tu familia dará frutos, tarde o temprano, porque esa dictadura, algún día, va a terminar. Estoy segura de que así será.
Que escrito mas bello! Que homenaje mas entrañable para mi mamá! Gracias Nicole por tanto amor. Un beso,
Josefina
Amén