21. Llorar de felicidad
Un libro, el recuerdo de mi papá y lágrimas que no son más solo de tristeza.
Son las 8h31 y veo el último amanecer en Ushuaia.
Las nubes ocultan toda la cordillera, la nieve volvió a cubrir levemente las calles de la ciudad y el sol no tiene planes de aparecer. Hace unos minutos terminé de leer “Los sorrentinos”, de Virginia Higa, y lloré. Ando sensible, emocionándome con facilidad, encontrando en las lágrimas una expresión que no conocía: la de la felicidad.
Durante esta semana lloré al escuchar el sonido de mis pisadas en la nieve que me recordaban los relatos de Tatiana, lloré al patinar en hielo con el paisaje más lindo ´posible, lloré al escribir de mi primera vez patinando en hielo, lloré al leerle a Diego un texto que escribí (que mientras escribí, no lloré). Lloré al escuchar, una y otra vez, los mensajes de mis sobrinos que aún balbucean para “cantar” el feliz cumpleaños. Lloré ante la belleza de la vida, de las historias, de los momentos chicos, de las ilusiones y ante el privilegio de poder vivirlas. Lloré tanto, tanto, pero todas esas lloradas fueron de felicidad. Y yo nunca había llorado de felicidad, solo había llorado de tristeza.
Hoy, cuando me desperté temprano para terminar de leer las últimas páginas del libro, cuando la oscuridad del día estaba aún presente antes del alba y las luces de la ciudad aún se podían ver reflejadas en la bahía, un halo de sensibilidad que se siente en la parte central del pecho, llegó más fuerte que en otros días. Pensé que sería por causa de mi último día aquí luego de más de una semana fuera de mi casa rodeada de tantas experiencias. Pensé que sería por la nostalgia de no poder ver las montañas a diario, o de tener mi última clase de patinaje programada para las 10h30. Pensé, también, que podría ser por causa de la historia de la familia Vespolini, que se cuenta en el libro, y que tiene ese equilibrio perfecto entre ternura, emoción y risa. Y solo después de unos minutos de todo eso, recordé.
Dejé de pensar y recordé a mi papá, que hoy hace 8 años, murió.
Tengo intacto ese día, ese dolor, esa pena. Esas lágrimas, ninguna de ellas de felicidad, que me acompañaron durante muchos días, durante muchos meses. Esas lágrimas que no me permitían pensar, ni asumir, ni hacer ninguna otra cosa que no fuera sentir, en cada paso y en cada minuto de mi vida, que mi papá no estaría más. Sin embargo hoy, aunque las lágrimas vuelven, estas también son lágrimas de felicidad. De felicidad porque aunque el tiempo pase, el recuerdo de mi papá sigue tan vivo dentro de mí que ya no tengo más el miedo de olvidarlo. Porque aunque 8 años son mucho tiempo, aún tengo su voz en mi memoria, su risa en mis recuerdos y su último abrazo en mi piel. No estoy feliz por su partida, pero lloro de felicidad cuando, frente al bosque, las montañas, los arroyos y los árboles enormes, imagino lo feliz que habría sido si hubiese podido conocer este lugar y lo feliz que fue sin conocerlo. En eso, él y Diego se parecen un poco: encuentran la felicidad en donde estén, sin tanta expectativa ni planificación, solo abrazando lo que el día les ofrece, incluso una compañía con los ojos aguados como la mía antes, llorando de tristeza, o como la mía hoy, con llantos de felicidad. O como la mía en las dos ocasiones, antes y ahora.
Vivir sin mi papá ha sido muy difícil. Las muertes no solo son partidas de quienes amamos, sino revuelos para todos los que nos quedamos. Su muerte provocó tantos terremotos a mi alrededor, que fue difícil encontrar el equilibrio que, por suerte, llegó hace un par de años, luego de mucho, muchísimo tiempo de aprender a llevar la vida sin él y todas las consecuencias que eso trajo. Sin embargo, hoy mi recuerdo está lleno de felicidad. Quizá he aprendido a disfrutar más de las pequeñas cosas, aunque no he dejado de enredarme mucho más en otras. Quizá haber recorrido la vida por 40 años te hace madurar quieras o no. Quizá solo ha sido el tiempo que cura, limpia y sana todo. Quizá, y muy probablemente, también han sido mis años de terapia que han ayudado tanto a que el corazón sane y viva en paz, incluso con las ausencias.
Así que hoy, 23 de agosto, cuando escribo esto, recuerdo a mi papá con mucha alegría, con mucho amor, con una sonrisa, y le dedico unas palabras porque me gusta pensar que si salen de mi mente y cobran vida en el papel, quizá él las puede leer, donde quiera que esté:
Pa: te quiero, te extraño y estoy bien.
nicole
¡Precioso texto Nicole! ❤️🩹
Gracias por compartirlo. 🤗
Y cómo "la vida empieza a los cuarenta", muy razonable arrancar llorando, como es debido... por suerte con un sano equilibrio de pena, emoción y felicidad.