20. Nada es casualidad
Un sueño de niña sobre patines en hielo y una conexión que me hizo volver al eje.
Ayer empecé a escribir esta carta, pero de pronto me nublé. No invertí más de 10 minutos buscando el camino y cambié -con culpa- de decisión: dejo esto, cierro la compu, me levanto, y me voy.
Estoy en Ushuaia, la ciudad más austral del mundo. Un lugar que tenía muchas ganas de conocer y que fue el elegido para celebrar mis 40 años. Son las 8h43 y miro, a través de la ventana, las más hermosas montañas que mis ojos hayan visto: grandes, imponentes y seguras, y desde esa misma tan privilegiada ventana, miro la pista de patinaje que conocí anoche y en la que me caí, sin miedo y sin vergüenza, 5 veces durante una hora.
Cuando era niña soñaba con ser patinadora de hielo. Pero soñaba de verdad. Recuerdo quedarme horas viendo las Olimpiadas en la televisión, admirando los trajes, los patines, los brillos, los colores, las coreografías, la sincronicidad. También recuerdo, con mucha ternura y una sonrisa que se me dibuja inevitablemente en la cara mientras escribo, que junto con mi prima, en el largo jardín de mi casa, jugábamos a las Olimpiadas. Nos solíamos poner cada una en un extremo del césped, levantábamos las manos en señal de saludo a nuestro público imaginario, para un lado, para el otro; luego nos mirábamos y empezábamos a correr, la una en dirección a la otra, hasta encontrarnos en la mitad y hacer una medialuna (mi prima soñaba con ser gimnasta) o hacer un salto en el hielo de esos en los que te quedas con una pierna arriba y con la otra vas en reversa, en honor a mi propio deseo.
El patinaje en hielo era como la combinación perfecta entre volar y bailar, nada más perfecto para mí en ese entonces, y nada más perfecto para mí ahora, solo que me había olvidado de esa emoción, de ese deseo que estaba dormido y que sin saberlo seguía vivo adentro. Sin miedo, pero llena de nervios, me puse los patines alquilados, llegué como pude a la pista y puse, por primera vez en toda mi vida, mis pies sobre una pista de hielo. No podía mantener el equilibrio ni por un segundo mientras niñas y niños de todas las edades pasaban como ráfagas alrededor mío, como si hubieran nacido en patines, como si patinar, para ellos, fuera más fácil que caminar o correr usando sus propios pies. Los miraba con tanta felicidad, de esa tan limpia, inocente y auténtica que hace rato no había sentido… esa felicidad que te conecta con tus deseos más profundos, esos que a veces guardas en el cajón o debajo de la cama y que cuando los desempolvas, sin siquiera recordarlos, están ahí listos para que los hagas realidad.
Ayer yo hice realidad mi sueño de niña, uno que me había olvidado que tenía.
Reí como hace muchos, muchos años no reía. Reí tanto que ahora quiero llorar de la emoción de haber reído y mientras escribo se me aguan los ojos, porque sí se puede llorar de la emoción. Reí a carcajadas, como si nadie más en el mundo existiera. Me caí y me levanté un montón de veces, me agarré de los pasamanos como en las películas, hablé con la gente que me daba consejos (ponete más blanda, si te ponés dura te caés; flexioná las rodillas y si sentís que te vas a caer, andate para atrás). Admiré el paisaje a mi alrededor: pasé del césped verde tirando a amarillento de mis juegos de la niñez, a una pista de patinaje al aire libre, rodeada de blancos, de azules y de montañas. Rodeada de esos niños a los que veía tan felices como yo misma ahora y como yo misma hace 30 años. Rodeada de esos niños en los que yo me convertí en un momento.
Hoy sigo sintiéndome igual de feliz e igual de emocionada que ayer. Venir a Ushuaia no tenía, ni remotamente, la idea de patinar en hielo, y ahora quiero hacerlo todos los días, cada instante, cada segundo. Reencontrarme con esa parte de mi que sigue siendo y sintiendo igual a pesar de los años, cuando estoy a días de mis 40, me conecta mucho conmigo misma, con esa alegría de la niñez, con esa emoción de las pequeñas cosas, con esos sueños profundos. Con eso que está verdaderamente dentro, y por eso me emociono tanto.
Estos 40 me han devuelto esa parte de mi tan valiosa, tan importante. Me han cumplido un sueño, me han provocado mucha felicidad. Me han hecho reír hasta sentir dolor en la panza. Me han regresado, de un sopetón, a esos sueños que jamás pensé cumplir, tanto así que no me acordaba que alguna vez los había soñado.
Pero no hay tiempo que perder.
Hoy, sin culpa de dejar nada (ni el trabajo, ni la escritura del libro), pongo una pausa y me voy a tomar clases de patinaje. No me importa nada más y todo lo voy a resolver después. Valentina será mi profe y me espera a las 14h00 en la entrada de la pista. Tengo el corazón acelerado, unas ganas locas de que sea esa hora y ahora quiero comprarme unos patines propios. Ya estuve averiguando y aunque tampoco es muy común en Buenos Aires (igual que en Quito), sí existe una pequeña pista de patinaje en hielo. Ahora quiero ir cada vez que pueda, cada segundo, cada instante de estos cuarentas, a bailar y volar, aunque no esté en las Olimpiadas y aunque no use los trajes de brillitos para hacer piruetas.
Pero este momento no fue solo un reencuentro conmigo.
Ayer dejé el alojamiento y caminé, durante varias cuadras, pensando por qué se me está haciendo tan difícil escribir el libro. Si se supone que me gusta, que me fluye, que está encaminado ¿Qué es lo que está pasando? La realidad es que últimamente me está costando. Sé que es temporal, que va a salir, pero esa culpa de no estar clavada intentándolo todo el tiempo y esa culpa de que Taty no lo lea pronto, a veces me mata el alma. Y ayer me hizo sentir muy mal cuando cerré el computador y salí a despejarme. Sin embargo, en la tarde, una vez que estaba pisando el hielo, Tatiana vino a mi mente: ella fue entrenadora y patinadora en hielo, y yo pude estar parada en ese lugar que tan importante es para ella, viviendo mi sueño que también fue su sueño (o al revés) y que no me había dado cuenta. Además de conectarme conmigo, también me conecté con ella, con su historia, con su vida antes de la guerra, con Tatiana niña volando en la pista, con Tatiana en esas muchas historias que me ha contado. Miraba a la profesora del grupo de chicas ubicado en la parte izquierda de la pista haciendo ejercicios, aprendiendo técnicas y pensaba en ella. Solo en ella en sus patines y solo en mí ahora en mis patines. En esta oportunidad de la vida de, literalmente, ponerme en los pies del otro y sentir, por un momento, esa libertad que ella me ha contado que sentía sobre el hielo. Pensaba en eso, en ella, en mí, en nosotras, en el libro, en la historia, en la pausa que hoy era tan necesaria.
Pensaba en eso y en qué, en realidad, nada en la vida, nada, pasa por casualidad.
.
Muy emotivo. Nada ocurre por casualidad, me encantan tus relatos...
Todo TAN TAN CIERTO y emotivo. Como siempre, gracias pequeña y bella Nicole