17. Camino a las memorias: El regreso y la primera lectura
Mi regreso a Buenos Aires y el momento en el que, en el hospital y luego de una operación, Taty escuchó por primera vez y de mi voz un capítulo del libro :)
Son las 15h45.
Estamos solas en el hospital.
Solas es un decir, porque en la cama de al lado, de la que solo nos separa un biombo, está Hilda esperando desde el lunes por la mañana una operación que sospechamos es de vesícula, pero no entendemos por qué, siendo miércoles por la tarde, aún no la han llevado al quirófano.
La televisión que le corresponde a Tatiana está prendida, pero en silencio. La de Hilda, en cambio, no deja de sonar todo el día. Vemos noticias desde el desayuno hasta la hora de la cena, aunque en realidad no le prestamos atención a nada.
Vemos, en este caso, también es un decir, porque Taty está dormida. Ha dormido todo el día. Hasta hace un momento atribuimos ese sueño a toda la agitación que ha supuesto una operación a esta edad, en una condición física complicada y con la salud tan vulnerable. También le atribuimos ese cansancio a todo el trajín de ayer en el que se dedicó a contestar mensajes, grabar videos para la familia y amigas/os, tejer para no tener las manos quietas y hablar sin parar sin que el Parkinson pudiera impedirlo. Ayer fue un día agitado e impecable para ella, porque incluso sentada en la cama del hospital, no perdió el ánimo y el sentido del humor, no se quejó de nada y cumplió todas las indicaciones post operatorias luego de la intervención del lunes que nos tuvo colgando de un hilo a todas, menos a ella. O al menos eso fue lo que me pareció.
Sin embargo, nos preocupa ese sueño, nos parece que es excesivo, raro en ella. Decido despertarla con el pretexto de la merienda. Llegaron dos pedazos de budín y te con leche, suficiente motivación para que se levante. Me acerco un poco asustada, con temor de que no me escuche, de que no abra los ojos. Con temor de que ese sueño no sea solo cansancio, sino alguna complicación inesperada. Hay miedo, hay miedo. Pero hay que hacerlo.
Lo hago.
Tomo aire y empiezo a hablar en voz alta mientras le acarició la cara y el pelo. Es hora de levantarse que llegó la merienda, le digo. La incorporo con cuidado y me ayudo de los botones que suben y bajan la cama de hospital y ella, poco a poco, abre los ojos y sonríe. Siento un alivio profundo. No pasaron ni 20 segundos, pero a mí ese tiempo se me hizo una eternidad. Abrió los ojos, está bien y quiere comer budín.
Me pide unos segundos para despabilarse y yo, mientras tanto, aprovecho para pasarle un pañito húmedo por la cara para ayudar a que se refresque. Tengo una sorpresa, le digo. La “despabilación” se acelera y de pronto los ojos azules recuperan la vivacidad. ¿Una sorpresa para mí?, pregunta. Sí, para vos, le digo. Y sonríe, esperando saber de qué se trata.
Hoy vine al hospital con la computadora que cargué en la espalda por media ciudad antes de llegar. La saqué de casa con la idea clara de que había llegado el momento de que Taty escuche cómo el libro va tomando forma. Son sus memorias, es su historia. Son mis manos, pero es su deseo. Son mis letras, pero es su verdad. Y creo que nadie mejor que ella para darme luz verde para seguir, o luz amarilla para frenar, recalcular, y arrancar todo de nuevo.
Durante mucho tiempo dudé en que alguien más que no fuera Diego leyera este texto, aunque ni siquiera él lo ha leído completo. Dudé porque hasta que no esté finalizado, no quiero contaminar la autenticidad del texto. Dudé incluso de presentarle algunas partes a Taty, pero ¿cómo puedo hacerlo si esto es tan suyo como mío? Dudé por los miedos a lo que pueda pasar luego de hoy: ¿Y si no le gusta? ¿Y si no es lo que espera? Dudé, y dudé mucho, pero no dudo más. No hay más espacio para eso. Hoy es el día. Hoy es el día porque vamos a avanzar.
Hoy vamos a leer parte del libro juntas.
Aprovecho esta tarde que estamos las dos en nuestra parte de la habitación e ignoro al hijo y al esposo de Hilda que, en silencio, la acompañan al lado. Prendo mi computador, me siento al pie de la cama de Taty mientras ella se prepara para llevarse el primer bocado de budín a la boca y se lo digo: quiero que escuches una parte de nuestro libro. ¿Ahora? Me dice, emocionada. Ahora, le confirmo. Pásame las orejas, me dice, visiblemente contenta, refiriéndose a los audífonos que le ayudan a escuchar mejor y que no le gusta usar, pero que hoy, sin duda, son indispensables.
Le digo que le voy a leer una parte, no todo. Que quiero que escuche el estilo, la forma. Le digo que si no le gusta, podemos cambiarlo por completo. Lo pensé mucho y estoy dispuesta a hacerlo. Si no le gusta, arranco de nuevo, y así se lo hago saber. Quiero que se quede tranquila, porque el libro va a quedar como ella quiera que quede. Le planteo el narrador. Le digo que puede ser otro. Que la primera persona puede hablar distinto si ella quiere. Que quiero que lo escuche y que con su sinceridad de siempre, me diga si esto es lo que ella esperaba.
Estoy un poco nerviosa.
No es fácil para mi entregarle toda la potestad de terminar con mi texto de un plumazo, pero es lo que siento que debo hacer, es lo que me va a permitir terminarlo tranquila. Ansiosa, muevo el documento de arriba para abajo.. ¿Cuál podría ser el mejor pasaje para compartir con ella? El primero que salga, me digo. Y así, arranco.
Leo lo primero que aparece. Lo hago lo suficientemente alto como para que ella me escuche y lo suficientemente bajo para no incomodar a la familia de Hilda. El pasaje que sale por mi boca es el que remite a la pérdida de su hermano mayor, Wladimir, y al último fin de semana en el que él visitó su pueblo natal, Mladá Boleslav en la entonces Checoslovaquia, aunque en ese momento nadie sabía que ese sería el último encuentro. Mientras leo, siento sus ojos mirándome fijo y siento su pecho respirando un poco inquieto. La miro y le digo que voy a parar, que esto es muy fuerte. “Yo soy la que es fuerte”, me dice, pidiéndome que siga. Accedo. Retomo el texto omitiendo algunos detalles, tratando de no despertar tantos recuerdos y emociones, pero luego de pocos segundos me detengo de nuevo. No puedo hacerlo, no puedo seguir. No ahí, no en ese momento, no con ella en el hospital. Le explico y lo comprende. Más por mi preocupación que por ella misma, accede a que pasemos a otro episodio y así hacemos.
Busco, entonces, otro pasaje, ya no uno aleatorio, sino uno elegido apropiadamente para la ocasión. Viena, elijo Viena. Acabo de estar ahí, caminé por sus calles… Viena es un buen capítulo. Viena me emociona. A ella le gusta la idea. Entonces arranco de nuevo. Retrocedo en el tiempo para hablar de esa Ópera que visité hace poco, de los palacios destruidos por la guerra, de la estación de tren y nos sumimos en el libro mientras nuestros ojos cruzan algunas miradas y nuestros rostros algunas sonrisas. No se escucha un solo ruido en la habitación y las noticias de la tele que también acompañan a los familiares de Hilda de pronto dejaron de sonar. Un silencio profundo y atento, que incluye a los vecinos de habitación, acompaña mi lectura y de vez en cuando escucho cómo se me quiebra la voz. Escribir no es lo mismo que leer, y al rememorar esas historias y esos lugares en voz alta no puedo ocultar la emoción que me recorre.Miro a Tatiana sonriendo con los ojos vidriosos y continúo. Estas lágrimas de ahora no me preocupan, no son como las de hace un rato. Estas lágrimas son de emoción, no de tristeza.
Repite eso último que leíste, me pide. Hazlo un poquito más despacio, por favor. Accedo. Lo repito con lentitud y cadencia, lo leo y la miro directamente. Ella, después de mí, repite las frases una tras otra, como analizándolas, como reconociéndolas, como sosteniéndolas por un rato en sus brazos. Termino ese párrafo y la única cosa que pasa entre nosotras es un abrazo. Un abrazo largo y sentido, en medio de las paredes blancas del hospital que nos ha visto durante 3 días seguidos. Un abrazo que dice todo, pero por si faltan las palabras, llega su voz: “No le cambiaría nada”, me dice, con la voz también entrecortada, mientras acaricia mi pelo. Nada, remarca.
Entonces le doy opciones, le digo que se puede hacer algo distinto, presiono un poco por si hay algo que quiera decir.
Nada, repite.
Nada, una y otra vez.
Nada, hasta que volvemos a fundirnos en ese abrazo que es la luz verde que hacía falta para seguir escribiendo con la certeza de que este camino mío es, en realidad, nuestro, y que siempre, siempre ha sido así.
Me estuve reservando esta delicia para leerla tranquila cuando tuviera tiempo de disfrutarla y, a la vez, necesitara un encuentro con el corazón, y resultó... PERFECTA! Muero de ganas por leer el libro de Tatiana y Nicole, por pedirle a ambas que lo firmen y , sí es posible, tener una foto de las dos. Imagino que ya tendrán cientos de imágenes de sus encuentros, miradas y cavilaciones. Qué bonito sería ver algunas! No puedo imaginar los sentimientos que las invaden si yo, mera espectadora, no puedo dejar de llorar mientras leo y releo estos párrafos con avidez. GRACIAS, GRACIAS por compartir la "cocina" de la obra, que espero con ansias tener en mis manos pronto! Abrazo inmenso de Beatriz.
😘😘😘 que bonito relatas esos momentos tan especiales.